Rafael Vallbona se adentra en los entresijos del crimen de los existencialistas en La musa de la Plaça Reial



Texto: Antonio Iturbe

Rafael Vallbona (Barcelona, 1960), además de escritor es profesor de comunicación en la universidad, editor de Els quaderns de la Font del Cargol y activista cultural desde el oasis cultural que regenta junto a su esposa Adriana Pujol en la masía familiar de Premià de Dalt.  Su naturaleza inquieta le ha hecho transitar por muy diversos géneros literarios en más de 60 libros:  poesía, libros de viajes, guionista de radio y televisión, novela juvenil, novela erótica (ganador del premio La Pîga) y, actualmente, uno de los autores de novela negra más valorados en Cataluña con novelas como Troç, llevada recientemente al cine. También es autor de varios libros de música que es un asunto crucial para él y, precisamente su nuevo libro se ambienta en el auge del jazz en la Barcelona tristona de principios de los años 1960. Una mezcla perfecta de género negro y música, pero sobre todo, por la precisa panorámica de una época que nos muestra desde la tramoya de los acontecimientos, una novela social.

La musa de la Plaza Reial que da título a la novela publicada por la editorial Univers es la maravillosa cantante de jazz Gloria Stewart, que cambió los coloridos locales de música de Manhattan por el subterráneo Jamboree de la Plaza Real de Barcelona. Todavía late en Barcelona el recuerdo de una artista como ella, que hipnotizaba con su voz y con esa música profunda que hacía que el mundo pareciera mucho más ancho en aquel país de miradas estrechas.

Vallbona describe hábilmente, con ritmo, cómo en la grisura de una dictadura que después de la guerra, con los planes de estabilización parecía eternizarse, el jazz abrió una ventana de frescura que desafiaba el amodorramiento ideológico que imponía el franquismo. La policía no soportaba que le hicieran la competencia: preferían que la gente cantase al ritmo que ellos les marcaban en los calabozos subterráneos de la comisaría de Vía Laietana. Estaban deseando meter mano a esos alborotadores melenudos de la Plaza Real, que seguro que eran todos drogadictos y medio comunistas, pero los frenaba la presencia de americanos alrededor del mundillo del jazz, empezando por la emblemática Gloria Stewart. Era un momento en que Franco necesitaba el apoyo de los Estados Unidos para sentar las bases de una gran amistad. Así que les dejaban hacer, pero estrechamente vigilados.  Más de lo que los parroquianos del Jamboree hubieran podido pensar.

Un crimen sucedido lejos de la Plaza Real, en la calle Aragón, cometido por un norteamericano desertor de los marines, sirvió a la policía como el trampolín que necesitaban para entrar en el Jamboree como un elefante (armado) en una cacharrería. La prensa de la época bautizó el suceso como “el crimen de los existencialistas”, sin que nadie supiera muy bien qué era ser existencialista ni se hubiera leído apenas a Sartre. Pero fue una baza propagandística para condenar no solo de un asesinato atroz, sino toda una forma de vida que escapaba al control de la dictadura y su calma chicha mental.

Vallbona traza también un hilo que nos trae a la actualidad y veremos a un joven estudiante que ha de hacer un trabajo para la universidad y decide indagar en la figura de su abuelo, cronista musical aficionado que se movió durante aquel inicio de los años 1960 por los locales de la Plaza Real. Al ir a visitar a un amigo de su abuelo en una residencia de ancianos descubrirá algo que había permanecido oculto durante décadas y nos mostrará en un final muy intrigado cómo el pasado tiene mucho más peso en el presente de lo que pensamos.

Y empieza así La musa de la plaça Reial:

Ella

Noviembre de 1962.

Cantaba con una aparente ternura y escondiendo una honda e incierta amargura que el micrófono disimulaba. Su entonación, entre agria y dulce, complaciente y satisfecha a la vez, cautivaba al auditorio.

Todo en ella era nocturno: la piel, la sonrisa, la melancólica voz y también los anhelos de aquel grupo de jóvenes que imaginaban el futuro al poso de los cubitos medio deshechos del cubalibre. Y cuando cantaba “The lady is a tramp”, cambiando California por Barcelona, el hielo se fundía más deprisa, porque en aquel antro y en toda la plaza, los jóvenes soñadores, los maridos fieles en libertad condicional, los yanquis go home de menos cuarto azul oscuro y sombrero blanco y los camareros atareados, la ovacionaban demostrando como la querían. Y ella, a veces, lloraba con el último verso de “My funny Valentine”, otro número del musical Babes in Arms. Pero entonces ya eran las tres de la madrugada, y todas las quimeras se transformaban en agrios vómitos al pie de una farola modernista de la plaza; allá fuera, donde el mundo destilaba una realidad más triste que su voz.