«Los que sufren», de Pablo González

Pablo González Sánchez publica «Los que duelen» (editorial dosmanos).

«Romería de San Isidro», de Francisco de Goya.

Texto: Guillem BORRERO

 

Dice Pablo González Sánchez en la contraportada de Los que sufren (editorial dosmanos) que su libro es, llanamente, “una patada en los cojones”. Entiendo a qué se refiere. Que no es un bálsamo, no una cálida caricia para sobrellevar las atribulaciones del día a día, en fin, que quien se sumerja en Los que sufren no encontrará un consuelo para los que sufren. No. Su libro es una patada donde más duele. De modo que uno no va engañado, uno se espera lo peor, va sobre aviso. Y aun así recibe el golpe. Y duele. Pero el dolor sorprende, porque a mí me duele otra cosa. Algo que normalmente queda a salvo en los libros. ¿El honor? ¿La moral? ¿La familia? ¿Mi corazón? No habría nada de nuevo en ello si solo fuera eso lo damnificado, tampoco si quedaran indemnes. ¿Qué me duele, entonces?

Al abrir un libro, también abrimos un paréntesis: firmamos tácitamente una serie de pactos relacionados con la noción de lector, autor, narrador, personajes… Yo, lector, te leo, autor, y acepto en silencio -y encima como si no me diera cuenta- que hablas a través de una máscara o narrador acerca de gente y sucesos que probablemente nunca sucedieron; y no solo eso, sino que, mientras tenga el libro abierto, no pondré en duda la enorme seriedad de su contenido. Contrato firmado. Es decir, ¡contrato listo para ser violado! Porque lo que me duele tras la lectura -y me encanta este dolor- son estas convenciones literarias pateadas y vapuleadas y casi destripadas del todo, ¡con enorme inteligencia!, por Pablo González en este fino volumen cuya primera página nos da la bienvenida con una de las espeluznantes Pinturas Negras de Goya: La romería de San Isidro. ¿Cómo advirtiéndonos de algo?

Todo eso, toda esa magia o juego también para adultos llamado literatura, es puesto al límite con la desbordada imaginación de los torturadores casi hasta el deceso, el colapso total, pero no; Los que sufren sobrevive a la despiadada mano de su autor, y se cierra con sorprendente circularidad y te deja una resaca de la que sabes que vas a salir, con dolor, sufriendo, pero vas a salir.

Tengo que decirles que me enamoré de Carmela un día de toros tras haber matado a mi padre.

Apenas llevamos una frase y establecido ya ha quedado el tono con que va a hablarnos el narrador. (Y la proeza es que durante casi doscientas páginas no decae.) Nos interpela directamente para contarnos una retahíla de aberraciones no aptas para soñar con los angelitos, pero tratándonos de usted: que romper convenciones no implica necesariamente carecer de modales. El primer narrador, pues, nos cuenta su peripecia en domingo de fiesta taurina, la escogida fecha para llevar a cabo la tan antigua práctica del parricidio. Quizás no exagere si digo que lo que ha de pasarle supera lo que ha hecho, y que esto es verdad y mentira al mismo tiempo. Tampoco exagero al decir que los giros de la novela no los puede anticipar ni el más enfermo de literatura. La sensación durante la lectura se asemeja, digamos, a lo que se siente en una montaña rusa de dudosas medidas de seguridad; en el caso de Los que sufren, una endiablada montaña soviética y oxidada de voces sin rostro rebotando en la bóveda de nuestro doliente cráneo.

¿Voces? ¿Otra novela polifónica? ¡¿Por qué?! ¿Por moda? ¿Para demostrar al lectorado que el autor se mide con semejante malabar estilístico? ¿O por la única razón válida literariamente hablando: por exigencias del contenido? Otra rareza; la historia lo necesita y el autor, avispado, le da las voces que hacen falta. ¡He aquí, por fin, una novela necesariamente polifónica! Y no es poco decir en esta época de grandes fuegos artificiales sobre una yerma nada, de muchas palabras y pocas cosas.

La lectura de Los que sufren es, en definitiva, una experiencia disruptiva desde la primera página. ¿Es eso lo que buscas en un libro?