«Quadern d’Hebron», de Carlos Lagarriga

Albada Editorial publica «Quadern d’Hebron», del fallecido Carlos Lagarriga, en su edición en catalán y castellano, con ilustraciones de Marta Pujol.

A continuación, el primer capítulo de «El Quadern d’Hebron/El Cuaderno de Hebrón», un bello libro de prosa poética que con ternura y con humor nos cuenta la estancia de su autor en el hospital coincidiendo con el ingreso de su mujer en el mismo centro en los momentos más graves de la enfermedad.

Texto: Carlos Lagarriga  Ilustración: Marta Pujol

1.
Me ingresaron aquí un año y medio después de la muerte de mi padre. Y aquí he vuelto —a la misma cama, a la misma habitación— un año y medio después de habérsele diagnosticado a Cristina un cáncer del que no se curará jamás.
Ella muriéndose en paliativos y yo en la planta décima de digestivo.
Parece que a la Providencia le gustan estas bromas, que es como dicen que Dios actúa sin poner su firma. A mí, personalmente, no es que me hagan mucha gracia, pero acabo aceptándolas con una media sonrisa rota, con grietas llenas de salitre y algas, igual que un náufrago agarrado a un pedazo roto del palo mayor.
Será, como dicen, que la Verdad es difícil de creer, pero no tan difícil de abrazar, como este mismo madero que no suelto.

2.
Dice Balzac —creo que en El Primo Pons— que en el fondo de cualquier abismo siempre hay un alemán.
Se le olvidó mencionar que antes de llegar él ya estaba yo para recibirlo cómodamente instalado con unas cañas y unas olivitas rellenas.

3.
En el teatro no sabría fingir que duermo, ni mucho menos que estoy muerto. La tos o algún tic me delatarían.
En el hospital, en cambio, sé fingir a la perfección que sigo despierto y que estoy vivo.

4.

Quien agita el miedo colectivo del sufrimiento atroz y del ensañamiento terapéutico no ha entrado jamás en un hospital para enfermos terminales.
Dicen unos médicos que no hay anestesia para la vida.
Otros dicen que sí.
A lo que sucede entretanto, no sé cómo llamarlo.

5.
En mi fin está mi principio, dijo alguien. Por eso, todo tiene que empezar en algún momento —aquí y ahora, por ejemplo— pero no hay comienzo que no sea la continuación de algo, otra cosa es que sepamos de qué; de algo, eso sí, que nos devuelve al principio, de cuando estábamos solos y desnudos.
Para nosotros fue la noche de fin de año. Una vez terminado el ritual vitivinícola de rigor, y cuando los niños habían huido ya en desbandada, Cristina esperó al último tañido de la campana para decirme con los ojos de vidrio empañado por la lluvia que le había salido algo.
—No sé qué es…
Un bulto en el cuello del tamaño de una nuez.
Días después, con la visita ya concertada con el médico y más tarde con el especialista, tuve la premonición de aquel famoso sermón de John Donne: «No preguntes por quién doblan las campanas. Están doblando por ti».