¿Por qué cenábamos?
Los cuentos infantiles de antes de ir a dormir.
Texto: Nahir Gutiérrez Foto: Asís G. Ayerbe
Me gusta hablar. Me gusta la gente. Me gusta hablar con la gente. No tengo claro qué figura retórica acabo de escribir, pero debe de ser alguna.
Soy así y seguramente por eso me dedico a lo que me dedico. A mis estudiantes de Master les digo siempre lo mismo: si no te gusta la gente, dedícate al macramé; o a los bolillos; o a la jardinería. Pero no a la Comunicación en general y a la editorial en particular.
Y esto viene a que me he dado cuenta que, desde que escribo esta columna, me gusta sentirme como si fuera el mismísimo Larry King y decirle a la gente “ah, a esto que me cuentas le voy a dedicar una columna”, como Larry diría, seguramente, “te voy a invitar a mi programa”.
De modo que voy anotando temas que se me ocurren hablando con gente y debo de estar en deuda ya con la mitad de la población porque lo que pasa es que a veces salen y a veces no. No cuajan. Por lo que sea.
Una de esas promesas la hice en la cena del Premio Planeta y está por cumplirse en esta página. Tarde, pero cumplo. Así que, acreedores: no desesperen.
El sujeto de conversación (y el sujeto a secas) vino en forma de reflexión acerca de que, cuando se tienen niños —niños pequeños, se entiende, los hijos crecidos computan de otro modo y ya no puedes escribir “niños”, además— los padres responsables establecen unas rutinas por todos conocidas como bañarlos, hacerles la cena, leerles el cuento de buenas noches, despertarse cuando ellos se despiertan… Y el quid de la cuestión resultó ser la cena. En un giro totalmente inesperado de la conversación, el sujeto exclamó de pronto, entre la desesperación y
el asombro más genuino, interpelándose a sí mismo como quien se acaba de tener una revelación, “pero ¡¿por qué cenábamos?!”. Debo decir que todos en aquella mesa, padres o no, lo captamos al instante. Lo explico por si alguien no lo pilla con la misma naturalidad, básicamente porque no estaba en aquella mesa y algún contexto puede faltarle. En realidad, es muy sencillo. Cuando tienes niños, hay una serie de
cosas que no te queda otro remedio que hacer. Y una de ellas es la cena. Mientras que, cuando se vive de a dos, lo de cenar es arbitrario, puede convertirse en cualquier cosa y adoptar infinidad de formas, que van desde el ayuno absoluto generado por la pereza más infame, a coger la puerta y cenar de pie en el primer kebab de la esquina. Cuando tienes criaturas, ninguna de esas formas es aceptable simplemente porque no es posible: el hambre de una criatura, sea bebé de teta o bípedo desde hace un año, no atiende a razones, no es algo contra lo que puedas alegar nada. De ahí la corriente de comprensión profundamente empática que recorrió la mesa en dirección al sujeto que se acababa de caer del caballo.
Pasado aquel momento que transitó de la epifanía a la simpatía colectiva, la charla derivó en lo que acaba derivando siempre en el entorno
de una: los libros. En concreto, los cuentos infantiles. Esa otra rutina más amable, sin duda, que es leer el cuento nocturno, cambiando de voz con cada personaje, rugiendo si es necesario y aflautando la voz cuando corresponde, avanzando el texto con el rabillo del ojo para no perder la entonación y el ritmo al cambiar de página, suspendiendo las pausas dramáticas, y estando dispuestos a repetir el mismo relato noche
tras noche porque la gente menuda tiene su lista de reproducción literaria grabada a fuego en su menudo disco duro y son implacables con sus top ten, para los que exigen fidelidad absoluta al texto y a su lectura en voz alta, al fondo y a la forma.
Así que desde aquí le digo a aquel sujeto y a todos los padres y madres recientes, que no importa porqué cenaron cuando ni siquiera hacía falta, quizá ahí empezó todo sin que se dieran cuenta, como pasa siempre con las cosas importantes, que rozan la inconsciencia. Lo importante siempre será ese cuento de buenas noches y no cómo hemos llegado hasta allí.