Peter Handke, el asombroso Nobel que deambulaba

 

Texto: Milo J. KRMPOTIC

 

Se han cumplido 52 años de la publicación de El miedo del portero ante el penalty —56 desde su debut con Los avispones, si queremos ponernos exquisitos y exhaustivos— y Peter Handke sigue no ya al pie del cañón, sino atravesando el cielo a lomos de una de sus balas: la que disparó la academia sueca al concederle el Nobel de literatura de 2019. No se trata de una experiencia extraña en la trayectoria de este sosias del barón Munchausen, novelista-dramaturgo-poeta-traductor-realizador-guionista que rara vez ha dejado de concitar la atención general, ya por su carácter prolífico y la calidad de las obras resultantes, ya por los reconocimientos que estas iban cosechando, ya por una afinidad hacia la polémica que quedó sentada en aquel lejano año de 1966, con una puesta de largo teatral que llevó el título —sin el menor engaño acerca de su contenido— de Insultos al público.

La segunda espada que publicó hace unos meses Alianza, en trabajadísima y sintácticamente sudada traducción de Anna Montané Sabaté, se escribió, de hecho, pocos meses antes de la concesión del Nobel y el escándalo resultante, un eco en realidad —aunque amplificado, de manera inevitable, por la fama universal y el talante en apariencia moral del galardón— de los que provocaron su posicionamiento proserbio post-Srebrenica y su admiración hacia Slobodan Milosevic, sellada con el discurso que pronunció en 2006 durante el funeral del expresidente yugoslavo. En realidad, Handke no pensaba acudir a la ceremonia; si lo hizo fue en oposición al lenguaje de pensamiento único que percibió en los obituarios del finado; es decir, que Handke se plantó en Pozarevac no para rendir homenaje a Milosevic, sino a modo de protesta ante un supuesto reduccionismo por parte de Occidente —“No conozco la verdad. Pero puedo ver. Escuchar. Sentir. Recordar. Poner en duda. Ese es el motivo por el que estoy aquí hoy, cerca de Yugoslavia, cerca de Serbia, cerca de Milosevic.”—, una postura relativista peligrosamente cercana a la de quienes destacan, y perdón por la reductio, que a Hitler le gustaban los perros y los trataba francamente bien; no muy alejada tampoco de las voces plandémicas y prorrusas que llevan dos años chapoteando en las pocilgas de las redes sociales. (La diferencia, claro está, radica en que Handke sí es un genio y se ha ganado ese ego a pulso).

Una cita del evangelio de Lucas presta título, espíritu y epígrafe a La segunda espada. Como no podía ser de otro modo, se trata de unos versículos controvertidos, en los que Jesús parece renunciar al pacifismo cuando, al anunciar las dificultades y penas que les esperan, recomienda a sus seguidores que vendan la túnica para comprarse una espada. Los estudiosos de la Biblia, no obstante, apuntan a un arma simbólica, interpretación que vendría abalada por la reacción de Cristo cuando los discípulos le dicen que ya disponen de un par de espadas y él les suelta un “¡Basta!” severo e incluso malhumorado.

Simbolismos, interpretaciones y, cuando erróneas, disgusto: son mimbres habituales y tradicionales en la obra y en la vida de Handke. Aquí, el Macguffin es la afrenta que sufre el protagonista-autor a manos de una periodista que ha acusado a su madre de simpatizar con el nazismo (el suicidio de Maria Handke dio pie, en 1972, a Desgracia indeseada, y ha sido desde entonces un motivo recurrente). Aunque acaba de regresar a su domicilio en la Île-de-France, el héroe handkiano decide que debe vengarse y, tras una introducción un tanto morosa de cerca de cuarenta páginas, se pone en camino para acabar con la periodista. Pero, como suele pasar en Handke, lo importante es el trayecto; en especial, la visión, el testimonio del mismo, con el trasfondo culto y la sensibilidad bucólica y el sentido del humor delirante que caracterizan al autor. Handke contiene multitudes, se contradice una y otra vez, y, mientras tanto, nos coge de la mano y nos lleva a pie y en tranvía y en autobús por escenarios y paisajes cotidianos que, al otro lado de sus ojos, se tornan sensuales y exuberantes —primaverales, no en vano esta es “Una historia de mayo”—, casi míticos. Desde su Arcadia francesa, Handke mantiene intacto a todos los niveles su compromiso hacia sí mismo. Ignoro cuántas balas de cañón le quedan, pero menudos viajes aventuras los suyos.

 

 

 

 

 

 

 

 

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