Mishima, el último samurai

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Yukio Mishima es uno de los escritores japoneses más prestigiosos que forma parte de la literatura universal, y las circunstancias de su vida y su muerte han contribuido a crear su leyenda.

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

25 de noviembre de 1970, Tokio

Un soldado en misiones de ordenanza conduce  por las dependencias del campamento Ichigaya a los cuatro civiles que tienen cita con el general Mashita. Caminan en silencio y el soldado observa su aspecto. En realidad, civiles no sería la palabra exacta. Sabe que pertenecen a la Tatenokai, la Sociedad del Escudo, y que algunos de sus miembros –mayormente estudiantes con un enorme fervor nacionalista- han realizado entrenamientos en campamentos militares. Caminan como en formación: tres detrás y delante su jefe, el fundador de la Tatenokai, un hombre de mirada ardiente.

El general recibe en su despacho a la comitiva de la Sociedad del Escudo, con su creador e inspirador al frente. Mashita no sabe qué pensar de ese hombre ceremonioso que viste una guerrera militar inspirada en los modelos de principios de siglo, lleva colgada al cinto una katana y expresa con vehemencia sus ideas radicales sobre la necesidad de que Japón recupere su dignidad imperial, perdida tras la humillante derrota en la Segunda Guerra Mundial. Ha reunido a un centenar de jóvenes alrededor de su agrupación, que se dedica a hacer acampadas y ensalzar un orgullo nacionalista japonés anticuado, pero hay quienes sienten por él un profundo respeto, como intelectual y escritor. El maestro Kawabata, al recibir el Premio Nobel de Literatura lamentó que no hubiera sido concedido a alguien aún más dotado que él mismo para la narrativa, ese hombre que tiene ahora enfrente: Yukio Mishima.

El motivo por el que ha aceptado su visita es la insistencia en enseñarle una espada samurái del siglo XVI, porque en su pasión por las espadas sí está de acuerdo el general con Mishima.

Pero cuando se levanta de la silla, dos de sus invitados se abalanzan sobre él, lo atan y lo amordazan. Los dos asistentes del general que están en el despacho tratan de defenderlo, pero Mishima les hace frente a golpe de espada. Al sargento le cercena una mano y la habitación se convierte en un caos de sangre y gritos. Dos soldados desarmados que estaban en la puerta tratan de intervenir pero los cuatro miembros de la Tatenokai los hacen retroceder con sus dagas y espadas. Cierran de golpe la puerta y se hacen fuertes en el despacho.  Pronto llegan refuerzos, pero Mishima les comunica que cortarán la cabeza al general si tratan de entrar. Para que libere sano y salvo al comandante del acuartelamiento han de atender su petición: que los soldados sean reunidos en el patio para que él pueda dirigirse a ellos desde el balcón.

Los soldados japoneses no pueden atacar con armas a civiles, así que son alertadas las fuerzas de seguridad de Tokio y pronto el cuartel es rodeado por la policía. Mishima pone un cuchillo en el cuello del comandante del cuartel y amenaza con hincárselo si no cumplen inmediatamente su petición de ser escuchado por las tropas. Finalmente, los soldados son convocados a reunirse bajo la balconada del despacho del general. Y allí comparece Mishima. Es su gran momento. Sin embargo, no es como lo había soñado, con los soldados hipnotizados por sus palabras y dispuestos a alzarse en armas para que Japón viva un nuevo amanecer. Al empezar a hablar, sus palabras quedan amortiguadas por el ruido de los helicópteros de la policía que sobrevuelan el cuartel.

-Debéis rechazar el materialismo americano que os han impuesto con la mentira de la socialdemocracia. Japón ha de recuperar su honor derramando su sangre. Debéis ser los guardianes de la tradición japonesa y dar vuestra vida por el emperador…

Los abucheos y burlas de la tropa apagan su voz. Mishima no altera el gesto, pero sus ojos están llenos de ira. Deja a medias su discurso y regresa dentro del despacho.

-No me han entendido…

Se desnuda lentamente, toma una daga y se sienta de rodillas. Todos saben que ha llegado el momento para el que lleva años preparándose.  Se busca con la mano izquierda el punto preciso del abdomen y a continuación hunde con determinación la hoja del cuchillo y traza un brusco corte de costado a costado. La persona que ha recibido el honor de ser su kaishakunin – la persona que finalizará el seppuku cortando de un golpe de espada la cabeza, sin separarla completamente del tronco- es Masakatsu Morita, que tiene 21 años y siente adoración por su maestro y amante. Pero le tiemblan las manos y está tan nervioso, que no atina a golpearlo bien con la espada. Le da hasta tres tajos en los hombros y la espalda sin lograr su objetivo, con el cuerpo de Mishima ya caído y en un charco de sangre. Otro de los discípulos, mucho más decidido, le toma la espada y finaliza el ritual de manera certera. El propio Morita, que había tomado la determinación antes del asalto de acompañar a su maestro en el honor de la muerte ritual si no lograban el levantamiento militar deseado, se arrodilla tembloroso. Toma su daga y se hace un corte en la barriga más bien superficial. Pero su compañero se asegura de que el ritual se cumpla y asesta el golpe definitivo con su espada.

Mishima había enviado esa mañana su último libro terminado al editor, La corrupción de un ángel, escrito a modo de testamento intelectual. Todo formaba parte de un plan. Convirtió su muerte en la culminación máxima de su obra de creación.

Guerrero samurai

Mishima, de buena familia, sensible, escuchimizado y de salud frágil, estaba predestinado a ser un empollón debilucho, un ratón de biblioteca. Pero él quiso cambiar su destino, aunque tampoco es un detalle menor que su intransigente padre fuera un fervoroso admirador de las ideas nazis. A los 18 años se presentó voluntario para combatir en la Segunda Guerra Mundial en la fuerza aérea para sumarse a las unidades kamikaze. Pero fue rechazado en el examen médico por su salud frágil. Esa humillación espoleó aún más su rabia interior. No paró de entrenarse con pesas a diario durante años hasta modelar un cuerpo de atleta. En paralelo a novelas de gran éxito y obras de teatro, iba trazando ensayos tronantes impregnados de nostalgia por el Japón absolutista  e imperial cada vez más exaltados: no aceptaba tener un emperador que fuera un político, quería un emperador que fuera una divinidad ante la que todos mostrasen reverencia y obediencia ciega. La socialdemocracia sueca le parecía afeminada y relativista. La democracia le parecía una degeneración social. Su fascismo adornado de mitos y rituales ancestrales apagaron su faceta de extraordinario narrador –estuvo hasta tres veces nominado al Premio Nobel- y, finalmente, acabaron son su propia vida en un harakiri planeado con su exacerbado sentido del exhibicionismo grandilocuente que trataba de borrar desesperadamente a aquel niño enclenque y amedrentado del que quiso huir sin conseguirlo.