Meta, un conjunto de engranajes que sacrifica derechos, ética y coherencia a cambio de poder y expansión, revela la exdirectiva Sarah Wyn-Williams

«Los irresponsables», las memorias de Sarah Wyn-Williams, ex directora de políticas públicas de Meta, que muestran el reverso hilarante e hipócrita de la compañía.

Mark Zuckerberg y Sarah Wynn-Williams.

Texto: David Valiente

 

He terminado de leer Los irresponsables de Sarah Wynn-Williams (Editorial Península) y confieso que no entiendo del todo por qué Mark Zuckerberg, creador de Facebook y hoy dueño de Meta, ha puesto el grito en el cielo y ha conseguido que los tribunales impidan a la autora promocionar el libro. En realidad, no revela secretos terribles de las altas esferas del corporativismo que alguien mínimamente informado no intuya ya: que las grandes multinacionales tecnológicas tienen como único fin ganar tanto dinero como puedan, aunque para ello infrinjan principios éticos o incluso legales.

Wynn-Williams trabajó en Facebook entre 2011 y 2017. En esas memorias reconstruye seis años en el corazón de la compañía con un tono que, más que revelador, me atrevo a calificarlo incluso de hilarante, aunque sospecho que de forma no intencionada. Cierto es que algunos detalles sobre los altos ejecutivos sorprenden, pero en general no debería extrañarnos que se produzcan tratos de favor a países autoritarios, que Zuckerberg viva en un mundo raro o que los derechos laborales sean poco menos que un estorbo.

La relación de China con la empresa de Mark Zuckerberg no es paradójica. En un país con casi 1.400 millones de habitantes, negarse a pactar con las autoridades es declarar un intento de suicidio empresarial. Wynn-Williams revela que Facebook llegó a ofrecer herramientas de censura y estaba dispuesto a compartir datos de usuarios y así facilitar perfiles políticos al Gobierno chino. Lo verdaderamente sorprenden es cómo las aplicaciones de Meta, aun estando prohibidas en China, dan beneficios desorbitados a la compañía americana, al servir de escaparate a las corporaciones del gigante asiático que deseen tener presencia en los mercados occidentales. Ese dineral procede de anunciantes chinos que publicitan sus productos en la red social. En 2023, según el South China Morning Post, esos ingresos rondaron los 13.000 millones de dólares; un año después alcanzaron los 18.000 millones, cerca del 11 % de la facturación global. ¿Qué multinacional diría no a semejantes cifras?

Zuckerberg, al comienzo del relato, parece indiferente a la política. Prefiere quedarse programando hasta la madrugada antes que adaptar su horario a las peticiones de un jefe de Estado que se encuentra en plenas negociaciones de paz con guerrillas dentro del país. En 2015, llegó tarde y sin preparación a un encuentro con el presidente colombiano Juan Manuel Santos. La reunión, prevista para una hora y media, apenas duró treinta minutos. Este es uno de los muchos ejemplos de la realidad paralela en la que vive Zuckerberg para quien los verdaderos demiurgos del universo son los ingenieros y no los políticos. Sin embargo, los obstáculos que encontró con su proyecto Internet.org le obligaron a cambiar de actitud. Pasó de ignorar al primer ministro de Nueva Zelanda a adular a los grandes líderes mundiales: pidió al presidente chino Xi Jinping que pusiera nombre a su hija (petición que fue rechazada) o compartió confidencias con Narendra Modi en un encuentro que parecía más homenaje que negociación.

El libro es igualmente crítico con la cultura laboral de Meta. Wynn-Williams recuerda cómo la obligaron a enviar informes durante su baja maternal o incluso a viajar pese a sufrir hemorragias peligrosas para su salud. Seguramente, el episodio más serio que narra es aquel en el cual, tras salir de un coma, recibió presiones para retomar de inmediato los proyectos pendientes. La hipocresía es brutal, y nadie se atreve a cuestionarla: esta multinacional presumía de su actitud progresista, pero en su cúpula hay un espacio para perfiles como Joel Kaplan, exalto cargo en la Casa Blanca de George W. Bush, símbolo de la cercanía con ideas más retrogradas que además no se cortaba a la hora de hacer comentarios de carácter sexual.

Y aunque resulte indignante, también hay algo de cómico en todo esto. La contradicción entre el discurso altruista de “conectar al mundo” y el trato casi esclavista a sus empleados, sumado a los desórdenes internos, convierte el relato en una tragicomedia corporativa. El lector más cínico, estoy convencido de ello, soltará carcajadas involuntarias en episodios que bien podría emplear Sacha Baron Cohen en su siguiente producción cinematográfica.

Al final, lo que queda es la sensación de que Sarah Wynn-Williams fue devorada por la misma revolución que quiso impulsar. Llegó a Facebook con la fe de estar cambiando el mundo, pero se estrelló contra la maquinaria real: un conjunto de engranajes que sacrifica derechos, ética y coherencia a cambio de poder y expansión. Ese choque, esa derrota personal, hace de Los irresponsables un testimonio desalentador.