Martí Gironell recrea la vida del fotógrafo catalán Valentí Fargnoli en «El fabricante de recuerdos»

Copy: Dani Albertos

Texto: Redacción

Martí Gironell (Besalú, Girona. 1971) es uno de los periodistas catalanes más conocidos en Cataluña por su extensa labor en los medios de comunicación y de los pocos escritores que pueden presumir de haber obtenido un gran éxito de ventas con su primera novela. El puente de los judíos se publicó en 2007 en las editoriales Columna/El Andén y de inmediato se convirtió en un fenómeno editorial. En 2018 ganó el Premi Ramon Llull con la novela La fuerza de un destino y este 2022 ha recibido el Premio Prudenci Bertrana con El fabricant dels records/El fabricante de recuerdos (Columna/Planeta), novela que narra las peripecias a principios del siglo XX del fotógrafo catalán Valentí Fargnoli. Como afirma Gironell: «La literatura permite devolver a la vida a la gente y la fotografía capturar instantes irrepetibles».

A continuación, reproducimos el primer capítulo de la novela «El fabricante de recuerdos».

Capítulo I

— ¡Fragnoli!

Sebastià Martí Roura soltó un grito mientras abría los brazos para estrechar fuerte a su amigo, que acababa de entrar en el local. Él era el único que podía pronunciar mal su apellido sin recibir un sonoro abucheo.

Era una fría tarde de finales de marzo de 1944 y hacía ya tres años que había abierto la galería en la calle de la Cort Reial, en Girona. Era un estudio modesto que tenía una cierta clientela fija. Aunque no era para echar cohetes, contaba con suficiente trabajo para ir tirando sin tener que preocuparse. Por eso no se imaginaba, al oír los cascabeles de la puerta que anunciaban la entrada de un cliente en la tienda, que sería él.

Valentí Fargnoli, orgulloso de sus raíces italianas, discutía acaloradamente con cualquiera que se atreviera a cambiar el orden de las letras de su apellido y despotricaba soltando una retahíla de tacos. Con la gorra ligeramente ladeada hacia la derecha, le dedicó una sonrisa que quedó enmarcada por un bigotito estrecho y fino que recorría su labio superior como un ejército de hormigas. Dejó en el suelo la caja que llevaba para fundirse en un abrazo con el que había sido su ayudante hacía más de diez años.

La colaboración entre Fargnoli y Martí Roura había sido corta pero intensa. Martí Roura había trabajado a su lado entre los años 1932 y 1936, cuando lo dejó porque se fue a la guerra a luchar por la República. Cuando regresó del frente y después de desempeñar varios trabajos, consiguió abrir su propio negocio, que es el mismo que ahora regenta en la calle de la Cort Reial.

Con ese abrazo, Martí Roura notó todos sus huesos. Fargnoli estaba más delgado y tenía los rasgos de la cara más flacos y chupados.

— ¿Cómo estás? ¡Te veo bien!

No se atrevió a ser sincero. Encontraba a su amigo más escuálido que nunca.

Era un hombre de estatura media, de alrededor de un metro sesenta, pelo negro y ondulado, y ojos de color castaño oscuro hundidos en una cara ovalada y pálida.

Solo ese bigotito daba un poco de vida a su fisonomía. Por el contrario, Martí Roura era alto y corpulento, con la frente ancha y surcada por las arrugas, señal del paso de los años y de los quebraderos de cabeza. Desprendía una mezcla de afabilidad y respeto, que no imponía. Tenía los rasgos de la cara muy marcados, y la barba no escondía unos hoyuelos en las mejillas que se veían cuando sonreía.

— ¡Anda, venga, no digas mentiras! — le riñó Fargnoli, que le cortó en seco — . De hecho, ¡me estoy muriendo!

— ¡Joder! — Martí Roura soltó el taco mientras abría bien los ojos en señal de sorpresa.

— Sí, muchacho. Es así de crudo y triste — sentenció Fargnoli.

Sebastià Martí Roura colgó el cartel de cerrado en la puerta del estudio y le hizo pasar a la trastienda.

— Entonces, ¿qué tienes? ¿Qué te ocurre? — le preguntó a continuación.

— Es un mal que me está consumiendo por dentro, pero, de hecho, no he venido a hablar de eso, sino de esto. — Y con la punta del zapato golpeó la caja que se había quedado en el suelo entre ambos.

Martí Roura no quiso insistir porque se dio cuenta de que Fargnoli no quería hablar de ello. Así que se agachó para coger el bulto que había dejado a sus pies su viejo amigo.

Al fijarse bien, le vio agotado por haber tenido que cargar con aquella caja hasta la tienda. Desde su casa había un buen trecho, y lo remataba la cuesta final, que había hecho ver las estrellas a Fargnoli.

— Son unas fotos inéditas que quiero que te quedes.

Martí Roura levantó las cejas.

— ¿Inéditas? — repitió con cierta admiración.

— Sí, sí. Algunas nunca las ha visto nadie. — Y, con una pequeña pausa, Fargnoli subrayó la importancia que para él siempre habían tenido aquellas fotografías — . No era el momento. Otras, las menos íntimas, hace unos años, justo cuando te fuiste a la guerra, ya las llevé, junto con buena parte de mi archivo público, al Servicio de Monumentos de la Comisaría Delegada de la Generalitat de Catalunya en Girona. Pero estas no. Estas me las quedé.

— ¿Y por qué? — preguntó Martí Roura, que veía que Fargnoli no acababa de decidirse a hablar claro — . ¿Qué hay en esta caja que te inquieta tanto?

— Nada importante — se apresuró a contestar Fargnoli, mientras con un gesto rápido, aprovechando que su amigo le miraba fijamente a los ojos y había descuidado la vigilancia de las fotografías, metía uno de los sobres en el fondo de la caja — . Son fotos que quiero mucho. No las hice para venderlas o presentarlas a ningún concurso. Son momentos familiares e íntimos, o personas y escenas que me han impresionado especialmente a lo largo de mi vida y que he querido guardarme para mí. A veces, con Rosa, hemos vuelto a mirar algunas, las de la familia, y nos han ayudado a recordar momentos muy nuestros, pero ahora todo esto ya no tiene sentido. Haz con ellas lo que te parezca… — murmuró Fargnoli con el corazón encogido. Seguía sin hablar claro porque era evidente que estaba hecho un buen lío, y quería y temía.

En realidad, Fargnoli no pudo decir qué le dolía más, si deshacerse de sus fotografías preferidas, aquellas que había conservado toda la vida, o tener que mentir a su antiguo ayudante. ¿Y si le ponía en un aprieto? ¿Y si alguien se enteraba de que las fotos estaban ahora en casa de Martí Roura y su amigo acababa teniendo problemas? Habían pasado muchos años desde todo aquello, pero…

Se oyeron unos golpes en la puerta de la tienda de fotografía. Martí Roura se levantó enseguida para atender esa insistente llamada y Fargnoli, instintivamente, se apresuró a esconder la caja debajo de la mesa.

— Deben de venir a recoger algún encargo. Ahora vuelvo, será un momento. — Y desapareció tras la cortina de la trastienda.

Fargnoli oyó sonar la campanilla al abrirse la puerta y la voz amortiguada de Martí Roura hablando con una mujer. Esta rio, seguramente por el efecto que le producía — y que él tanto conocía — abrir un sobre y ver las fotos reveladas. Suspiró aliviado. Probablemente aquella visita no era más que una clienta habitual que pasaba a recoger un encargo.

Mientras tanto, a él le resultaba imposible no pensar en las fotos que había hecho a lo largo de su vida. Instantáneas que atesoraban instantes irrepetibles.

Era incapaz de no recordar la primera que hizo reaccionar a una persona desconocida: la del mercado de ganado, a los pies de la muralla del Pes de la Palla.

Fue en 1901. Debajo del Pont de Pedra estaba el mercado de ganado, en el arenal del río Onyar, frente al Portal de l’Àngel. Con el dinero de la paga semanal que le daba su hermano Adolf, que trabajaba como ebanista y aprendiz del fotógrafo Artur Girbal, Valentí se fabricó su primera máquina fotográfica, de madera. Se compró una placa de cristal en la tienda de Víctor Sarquella, en la calle Nou, donde se podían encontrar desde víveres hasta material de todo tipo. Cogió su máquina y el trípode y se dirigió hacia el Pont de Pedra. Lo cruzó para situarse en la otra orilla del río, desde donde tenía una perspectiva mejor. La parte de arriba del puente lo llenaban los carros y las carretillas de los ganaderos. Y en la de abajo, muy cerca del agua, se podían ver todos los animales expuestos para el mercadeo.

Le fascinaba el ambiente del mercado de ganado. Caballos, mulas, yeguas, asnos, vacas, terneras, bueyes y toros. Y, en jaulas de madera, conejos, gallinas, patos, pavos reales e incluso cabras, corderos y cerdos, que transportaban por toda la ciudad. El ganado, caballar, mular y vacuno, que en verano pacía en los exuberantes prados de los Pirineos, bajaba gradualmente para hacer una parada comercial y festiva en Camprodón, Olot y Banyoles, antes de culminar el trayecto en Girona. Llegaban a la ciudad a finales de octubre, coincidiendo con la fiesta mayor en honor de San Narciso. Y los propietarios siempre intentaban reunir los mejores ejemplares en aquel espacio, donde se subastaban o se vendían a particulares.

Los días de mercado eran festivos, y los puestos en las diferentes plazas y calles de la ciudad se llenaban con aquellos que querían vender y los que deseaban comprar. Gente de toda la comarca se congregaba en la ciudad, que durante unas horas ejercía de auténtico polo económico. La visita se alargaba hasta la tarde, cuando, después de comer, quien más quien menos aprovechaba para hacer otros encargos. Fargnoli había estado en muchos mercados de ganado, pero si recordaba aquel era porque había acabado en tragedia.

El ganado estaba inquieto y rumiaba con energía, porque se estaba fraguando una buena tormenta. Un cielo muy cerrado, encapotado, hosco, con nubes negras y panzudas que, cargadas de agua, se movían pesadas, empujadas por un viento que presagiaba el diluvio. Todo el mundo tenía claro que caería una buena, pero los negocios son los negocios. Solo se truncaron cuando, después de un rayo cegador, retumbó el seco chasquido de un trueno, el cielo se resquebrajó y dejó caer una espesa cortina de agua. Las gotas, espoleadas por el viento, caían con tanta fuerza que desnudaron a todos los árboles de sus hojas secas. La paja que había por todas partes acabó convirtiendo la tierra del arenal en una alfombra resbaladiza y asquerosa. Aquella mezcla creó un lodo que hacía difícil el trabajo de los ganaderos, que debían tener cuidado y no patinar mientras desataban el ganado que no habían vendido para montar la recua que los devolvería a casa. Desde el otro lado del mercado, Fargnoli había sacado su primera foto y se disponía a recogerlo todo porque no quería que la lluvia le estropeara el material. Ya había desmontado el trípode y estaba guardando las placas de cristal en la caja.

Fue en ese instante cuando se oyó un griterío entre la multitud que se esforzaba por dirigirse hacia la salida natural del Portal de l’Àngel o subía la escalera para poder salir en dirección a la calle del Carmen. Algunos no lo dudaron ni un instante y decidieron zambullirse en el río. Un toro que se había desatado corría desbocado por la orilla. Arrastraba un cabo de la cuerda por el suelo mientras blandía los cuernos, puntiagudos, amenazando a compradores y vendedores, que trataban de huir.

Detrás del animal, a grandes zancadas, se abría paso un hombre maldiciendo y amenazándolo con una verga en alto. Debía de ser su dueño. Un mozo que estaba de espaldas a todo el bullicio se encontró de cara con el toro. El animal le asestó una cornada entre el pecho y la barriga que le hirió de muerte. Quedó tirado en el suelo, junto a los cantos rodados, mientras la sangre teñía de rojo la confluencia del Onyar.

La lluvia caía sin piedad. Algunos hombres del mercado habían podido atrapar y reducir al toro, y ya lo tenían bien estacado. El gentío abandonaba compungido el arenal del río, y algunos miembros de la familia del finado discutían con el dueño del animal.

Fargnoli lo había visto todo desde la otra orilla. Si hubiera tenido una placa más, habría podido acercarse y fotografiar al muchacho abatido por el toro.

Y seguramente podría haberle servido para colaborar en el semanario El Autonomista. Pero se conformó con hacer de su única placa una tarjeta postal del mercado que se vendería en la farmacia Pérez Xifra.

El establecimiento de la calle de los Abeuradors, tal y como rezaba un rótulo bien visible en una de las esquinas, también ofrecía, al margen de productos de farmacia, droguería, ortopedia, chocolate y postales, «productos químicos para fotografía, artes y ciencias». Fargnoli había ido, como tantas otras veces, a proveerse de bromuro, la sustancia que necesitaba para componer el gelatino-bromuro. Se trataba de un preparado con gelatina y bromuro de plata que era muy sensible a la luz. El proceso para conseguir una fotografía consistía en utilizar una placa de cristal sobre la que se extendía una solución de bromuro de cadmio, agua y gelatina sensibilizada con nitrato de plata. No hacía falta humedecer la placa constantemente, de modo que se ponía fin a uno de los grandes inconvenientes del colodión, que siempre debía mantenerse húmedo. Además, mejoraba la sensibilidad del gelatino-bromuro, y si la placa emulsionada se dejaba secar durante un período más largo, se lograba reducir el tiempo de exposición a centésimas de segundo. Con estos hallazgos, el concepto de fotografía instantánea empezaba a hacerse posible.

El dueño de la farmacia siempre le decía que sus fotopostales se vendían muy bien y le animaba a continuar.

— De esta, la del día del mercado de ganado, ¡no te imaginas las que he llegado a vender!

No había terminado de decirlo cuando entró en la farmacia una mujer vestida de negro de arriba abajo. Ojos hundidos, señal de haber llorado mucho, piel pálida, pelo recogido en un moño redondo. Se acercó al mostrador y, dirigiéndose a los dos hombres, se interesó por esa fotografía.

— Se llevará la última. Precisamente este joven — señaló a Fargnoli — es el autor de las fotografías-postales, y ahora iba a decirle que debería hacerme más copias.

La mujer le dedicó una sonrisa de circunstancias mientras esperaba que el farmacéutico le metiera la foto en un sobre marrón.

— ¿Qué le debo?

— Una peseta, si es tan amable.

Pagó y le faltó tiempo para hundir los dedos largos y delgados en el interior del sobre. Sacó la fotografía bruscamente. Y sus ojos empezaron a moverse por la imagen. Inquietos. Inquisitivos. Buscando con ansia algo o a alguien entre la multitud que aparecía en ella. Parpadeaba rápidamente. De repente, sus ojos se detuvieron. Estaban fijos en un punto determinado de la foto. La mujer empezó a sollozar. Era un llanto sentido que arrancaba en el centro del pecho. Ahogó un lamento, un gemido, tapándose la boca con la mano.

— Señora, ¿se encuentra bien? ¿Quiere tomar unas hierbas?

La mujer miró un segundo al farmacéutico, pero volvió enseguida, sin dejar de llorar, a la fotografía que había tomado Fargnoli.

— El que murió por la cornada del toro era mi marido — dijo finalmente, cuando la pena y el llanto la dejaron hablar — . Cuando la he visto…, cuando he visto la foto en el escaparate, he pensado que en ella estaría mi Ramon. Es la única imagen que voy a conservar de él. Será el único recuerdo que nunca perderé.

Con la punta del dedo acariciaba el ángulo de la foto donde aparecía su esposo. Una cabecita tocada con una barretina ladeada que apenas dejaba ver su cara. Pero a ella le bastó para reconocer sus facciones. Aquella fisonomía que tenía grabada en la retina. La nariz ancha, los pómulos redondeados, los labios gruesos, el hoyuelo en la barbilla… Y al instante acudieron a su cabeza un puñado de imágenes y de recuerdos en los que solo estaban los dos, mientras se le deslizaban unas lágrimas que caían sobre la foto, como si fueran gotas de lluvia, como la de aquel día que desató la desgracia.

Una vez recuperada, y antes de salir de la farmacia, la mujer se volvió hacia Fargnoli.

—¡Gracias por hacerla! — dijo con una media sonrisa y los ojos húmedos y enrojecidos.

Fargnoli, con el corazón encogido, le correspondió con una inclinación de la cabeza.

Estaba conmocionado.