Mario Vargas Llosa se despide

Ha cumplido 87 años, ha ganado el Premio Nobel, ha vendido millones de libros. “Le dedico mi silencio” es su última novela en todos los sentidos. Ha puesto por escrito que ya no habrá más. Su despedida de la narrativa es a la vez emotiva y sobria, con música de guitarra y búsquedas utópicas.

Texto: 

Sabina FRIELDJUDSSËN

 

Se recibió en las redacciones una carta de la editora de la directora de la división editorial de Penguin Random House, Pilar Reyes: “Hace unos pocos meses, Mario Vargas Llosa me dijo que había puesto punto final a la que será su última novela. Yo me quedé muda. Pensar que tenía en mis manos el original de la que sería la última obra de ficción del gran maestro de novela en nuestro idioma me dejó sin aliento”.

Se entiende su vértigo. Vargas Llosa ha acompañado a varias generaciones de lectores desde que nos abriera las puertas hace 60 años de aquel opresivo internado militar de La ciudad y los perros donde masculinidad se confundía con la crueldad.

Al llegar el ejemplar de Le dedico mi silencio tenía una enorme curiosidad por saber a dónde iba a disparar con su última bala este escritor de tan larga y fructífera trayectoria con la chapa del Premio Nobel de Literatura en el pecho. Uno podría esperar una novela río donde metiera a presión todo lo que le quedaba en el tintero, donde tal vez ajustara cuentas o hiciera una gran reflexión magistral sobre el sentido de la vida. Lo primero que me sorprendió es que no era una novela sorprendente. No era una novela rotunda ni sublime, sino esa clásica narración limpia de Vargas Llosa, con ese anclaje a lo cotidiano que mira de reojo a lo que pudo haber sido y no fue: la pulpería de Collau, la vida mediocre de Toño Azpilcueta, un experto en música criolla peruana que quería llegar a una cátedra universitaria y solo ha conseguido publicar reseñas de artistas sin cobrar y malvivir dando clases. Un personaje aparentemente sin brillo pero que tiene una pasión por la música que le bulle en ese carácter nerviosos que le hace sentir picores y la sensación de que se le han metido roedores bajo la camisola.

Una noche es invitado por uno de esos intelectuales peruanos que se acaban marchando a Europa con un deje de soberbia y desencanto y allí escucha a un guitarrista silencioso llamado Lalo Molfino. El tipo es silencioso, incluso huraño, pero la guitarra de Molfino lo hipnotiza. Reconoce inmediatamente a un genio. Molfino se irá con el grupo a tocar a Chile y le perderá la pista. Cuando trata de saber de él le informan de que ha muerto. Será su compadre Collau quien le preste el dinero para que indague sobre su vida y escriba un libro, que es su gran sueño de intelectual frustrado. No esperen que les cuente qué sucede en el basural del pueblo donde nació Molfino, cerca de Chiclayo, ni cómo es la relación de Azpilcueta con la única persona del mundo musical que lo respeta, la sensual cantante Cecilia Barraza, tan distinta de su resolutiva esposa Matilde. Sólo les voy a decir que Toño Azpilcueta perseverará en desentrañar el misterio de Molfino, que incluso se vendrá arriba y querrá hacer un libro extraordinario que explique la importancia de la música criolla en las vidas de la gente de Perú. Léanlo para saber si lo consigue.

Sólo les revelaré que al terminar la historia, en una cosa final del libro, el propio Vargas Llosa deja escrito, como si así fuese un compromiso del que no se podrá desvincular, “ahora, me gustaría escribir un ensayo sobre Sartre, que fue mi maestro de joven. Será lo último que escribiré.”

Pareciera esta una novela sencilla para una despedida que uno esperaba de traca final. Los aguafiestas del chivo dirán que es una novela menor. Es cierto que no es la mejor novela de Vargas Llosa. No es la más ambiciosa, ni la más compleja ni la más sorprendente. Tampoco lo pretende. Ya tiene muchas novelas deslumbrantes. Quizás el encanto de este libro sea, precisamente, su sencillez. La prosa que se despliega sin una arruga y huele a sábanas limpias. Y ojo con Toño Azpilcueta, que es un personaje que en su perseverancia quijotesca hacia la utopía tiene algo que lo va a hacer perdurar en la memoria. Que a los 87 años después de haber vendido millones de libros y ganado los premios más gordos, sin necesidad ninguna de seguir, siga ahí, lo delata como escritor. Vargas Llosa, narrador hasta el final.