Manuel Florentín: “Los dirigentes comunistas traicionaron la revolución y los escritores y artistas se sintieron traicionados”

El escritor, periodista y editor Manuel Florentín publica «Escritores y artistas bajo el comunismo: censura, represión, muerte» (Arzalia Ediciones).

 

Texto: David VALIENTE  Foto: Asís G. AYERBE

 

“Cuando escribí Guía de la Europa negra: sesenta años de la extrema derecha, me vino muy bien ser jefe de Internacional del semanario Tribuna, me llegaban a la mesa teletipos con noticias de todo el continente; con la redacción de Escritores y artistas bajo el comunismo: censura, represión, muerte (Arzalia Ediciones) me ha sido de gran ayuda la existencia de Google”, dice entre risas el escritor, periodista y editor Manuel Florentín. Escritores y artistas bajo el comunismo es un ejercicio de honradez intelectual y periodística, prologado por Antonio Elorza, historiador y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense. En sus 900 páginas, desarrolla una historia global del comunismo a través de los escritores y artistas que defendieron la libertad de expresión, la libertad de creación y la democracia y que, por tal osadía, pagaron un alto precio. A lo largo del texto, Manuel se abstiene de emitir juicios de valor, son bastante definitorias las palabras provenientes de la pluma o de los labios de los protagonistas y víctimas del experimento de ingeniería humana más complejo y fallido de la historia.

“Me costó mucho trabajo dar con el título adecuado. Este hubiera quedado muy largo si hubiera citado todas las ramas del arte y la escritura. Por eso, y para conseguir un título sencillo y directo, las reduje a dos palabras: ‘escritor’ y ‘artista’. Claro, el vocablo ‘comunismo’ no podía faltar”.

Manuel vivió en primera persona la caída del bloque soviético: cubrió las ruedas de prensas concedidas por los dos últimos grandes estrategas del mundo bipolar, Mijaiíl Gorbachov y George H. W. Bush, y entrevistó a personajes tan destacables como Hans Modrow, Mieczysław Rakowski, Árpád Göncz o Gyula Horn.  Ese conocimiento en profundidad del comunismo y el interés que ya había mostrado por los movimientos totalitarios hicieron que Mario Muchnik le planteara la idea de escribir un libro que desvelara los secretos inconfesables de la otra Europa negra, la que había sido barrida por la estela roja de la hoz y el martillo. Por aquel entonces dio sus primeros pasos en el mundo de la edición. Comenzó en el sello de Mario para, tiempo después, fichar por Alianza Editorial. “Cuando entré en el mundillo editorial, empecé a dar vueltas a la sugerencia de Mario Muchnik”. Ya en Muchnik Editores editó a algunos de los escritores perseguidos por los comunistas, nombres como Ismail Kadaré, Pavel Kohout, György Konrád, que más tarde incluyó en el catálogo de Alianza Editorial. Manuel se dio cuenta de que se habían publicado muchos libros críticos con el nazismo, pero apenas había bibliografía que analizara desde esa misma perspectiva la historia del totalitarismo rojo.

“De repente comprendí que ya tenía el libro”. Así nació Escritores y artistas bajo el comunismo: censura, represión, muerte, de la unión de sus profesiones y de una pasión que le acompañó desde la guerra de Yugoslavia a su tranquilo despacho en la sede de Alianza Editorial.

¿Su libro es un intento de hacer justicia, un ejercicio de equidad histórica?

Sí. Alain Besançon, que simpatizó con el comunismo hasta lo acaecido en el 56 en Hungría, llevó a cabo un estudio entre 1990 y 1997 con el fin de identificar la cantidad de veces que se cita en un periódico (no dice cuál es, no obstante, estoy convencido de que se trata de Le Monde) palabras que tengan que ver con los dos movimientos totalitarios que asolaron Europa en el siglo pasado. La palabra ‘nazismo’ aparece 480 de manera crítica y tan solo 7 ‘estalinismo’; ‘Auschwitz’, 107 veces, mientras que gulag solo 3. George Orwell y Albert Camus son ecuánimes en sus escritos porque consideran que no se ha tratado de la misma forma a las víctimas del fascismo y a las víctimas del comunismo. De algún modo, con mi libro, intento dar visibilidad a estas segundas a través de aquellos que también sufrieron las maquinaciones de los sistemas comunistas pero que han pasado a la historia con nombres y apellidos al haber sido poetas, escritores, periodistas, músicos o pintores de renombre. Ellos son la punta del iceberg del resto de víctimas del comunismo que nadie recuerda. Muy poca gente sabe que la carretera que conduce a la ciudad de Vorkutá recibe el nombre de la ‘Carretera de los Huesos’ porque millares de personas fueron enterradas en los arcenes y bajo el asfalto abandonado. Menos gente aún conoce que la construcción del Canal Mar Blanco-Báltico supuso la muerte de 11 000 trabajadores o que el Gran Salto Adelante se llevó por delante a 60 millones de chinos. Estos datos reflejan que los sistemas concentracionarios de los países comunistas mantenían mano de obra esclava, empleada en la construcción de las grandes infraestructuras o en la extracción de las materias primas del medio. Hay un historiador europeo, no recuerdo el nombre, que dijo que la industrialización de esas regiones solo era posible si se utilizaba mano de obra forzada. Este personaje debería ser juzgado en el Tribunal Internacional de Justicia. Fíjese hasta qué punto ha llegado la ceguera de los intelectuales europeos respecto al comunismo, que justifican a estos regímenes que se han cobrado (y se siguen cobrando) millones de vidas humanas.

 

Eso tiene un nombre y es fe ciega.

Estos gobiernos revolucionarios, que siempre alcanzaron el poder empleando la fuerza o si lo hacían por la vía democrática recurriendo al pucherazo, movilizaron a los intelectuales occidentales, que se dejaron encandilar por un sueño de justicia y equidad en un hipotético paraíso terrenal. De hecho, Arthur Koestler designó a los años treinta con el nombre de pink decade (década rosa). Muchos intelectuales viajaban a los países comunistas y regresaban encantados. A ellos solo les enseñaban los aspectos más destacables y triunfalistas de la revolución, nunca la trastienda oscura y sucia. Al poeta Nicanor Parra, por ejemplo, le llevaron a un mercado de frutas, donde se acercó al puestecito de una señora que solo vendía libros de poesía chilena. Claro, Parra quedó encantado con esa imagen fraudulenta que le mostraron. Sin embargo, André Gide, militante del partido comunista, cuando regresó de visitar la Unión Soviética, escribió dos libros explicando su experiencia y asegurando que todo era una tomadura de pelo. Por supuesto, la izquierda los recibió negativamente: a Gide le invitaron a irse del partido y la intelectualidad se le echó encima como una jauría de lobos.

 

¡Tenían unos conocimientos profundos de marketing!

Lo suyo era la propaganda. Contaban con gente muy capaz en esta labor, como Willi Münzenberg (aunque luego Stalin le pasó el cuchillo). Asimismo, crearon asociaciones de amistad con los países del bloque soviético. Son muy conocidos los congresos de escritores antifascistas. Los intelectuales del lado occidental del muro mantuvieron un largo affaire con el comunismo, precisamente, porque ellos eran antifascistas y vieron al bloque soviético como un rival a la altura del creciente fascismo. Cuando la Segunda Guerra Mundial sepultó al nacionalsocialismo y a los movimientos afines, la labor emancipadora del comunismo no terminó, todavía seguía en pie el sistema capitalista impulsado por los yanquis desde sus instituciones políticas y financieras. De nuevo, organizaron congresos de escritores, esta vez, con la muletilla anticapitalista. Desde los albores de la revolución hubo publicaciones que ponían en duda la buena situación en la que vivía el proletariado y el campesinado en la URSS y en China, sin embargo, la mentalidad de la intelectualidad europea se puede resumir en una frase muy popular en la Francia de mediados del siglo pasado: mejor equivocarnos con Sartre que acertar con Camus.

 

No había ni un ápice de crítica…

Realizar una crítica abierta significaba que hacías el juego, primero, al fascismo, y, después, al capitalismo. A Czeslaw Milosz y Margarete Burder-Neumann, por levantar la voz, les tildaron de nazis. Koestler lo dijo: el partido siempre tiene la razón. Y, además, la imposición del partido traspasa las fronteras. Artur London, ya exiliado en París, nunca se atrevió a criticarlo y eso que los dirigentes no se portaron nada bien con él. London demostró con su tibieza que quería evitar el derrumbe de esa nueva iglesia. Quien sí criticó con dureza al comunismo cuando se descompuso a finales del siglo pasado fue Tzvetan Todorov. Me puedo imaginar por qué no lo hizo antes. Todorov consiguió una beca para estudiar en Francia, pero su familia se quedó en Bulgaria. Temió que sus padres y hermanos fueran represaliados si él mostraba alguna intención de crítica. Además, en Francia, frecuentaba los círculos de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes podrían haberle coaccionado si se le hubiera ocurrido escribir una mala palabra en contra del comunismo. Sus libros son geniales, yo los cito mucho en mi ensayo, y nos revelen los motivos por los que una persona podía ir a la cárcel, motivos tan absurdos como llevar puesta una minifalda, tener el pelo largo o escuchar rock. Narra un caso en concreto ocurrido en el año sesenta y dos a un director de cine, quien fue condenado una temporada a los campos de concentración por haber bailado twist. Durante el juicio, tiene guasa la cosa, el juez le dijo que el comunismo no está en contra de que la gente baile, pero, si lo hacían, que al menos fuera al modo socialista y no capitalista.

 

Vamos, que ser un escritor o artista al otro lado del muro era un sino incómodo.

Vladímir Lenin en 1905, León Trotsky quince años después y Fidel Castro en la década de los sesenta hicieron un llamamiento para que los escritores y artistas pusieran su obra al servicio de la causa revolucionaria. Quienes lo hacían, vivían como dioses: tenían sus propias casas, coches… todo aquello que, como nos cuenta en sus relatos Joseph Brodsky y Yuri Orlov, no disfrutaba el pueblo llano. Las casas eran comunales, y Joseph Brodsky satiriza con el hecho de que si pasaban cerca de la puerta del lavabo podían oír perfectamente los pedos de las personas que estaban dentro, reconocían su identidad y hasta lo que habían comido. Un escritor afín al régimen podía viajar fuera del país, mientras que una persona común no podía hacerlo. Sin embargo, los escritores que se mostraban disconformes con el sistema o simplemente no seguían en su arte las pautas preestablecidas por los órganos de la censura eran tachados de burgueses o de promover un arte burgués, que iba en contra del bien general. Arthur Koestler ponía un ejemplo muy bueno. Si un pintor pintaba un cuadro, en él tenía que aparecer sí o sí un tractor y una fábrica echando humo. No valía con escribir una novela intimista donde se expresara el dolor por el abandono de una mujer amada, el arte debía mostrar la alegría que producía la grandeza de la revolución y motivar al proletariado y al campesinado. Los artistas debían ser ‘ingenieros del alma’ (una coletilla empleada por Stalin y acuñada por Yuri Olesha) o, lo que es lo mismo, hacer propaganda.

 

Por lo menos algunos artistas llevaban una vida mejor que en la China de Mao.

Sucedió algo parecido en la Camboya de Pol Pot y durante la etapa de gobierno de Lenin. Artistas y escritores eran identificados como elementos burgueses. Lo más irónico de esto es que todos los dirigentes comunistas provenían de familias burguesas (muy burguesas, de hecho). Si atendemos a esto, los jerarcas de la revolución podrían ser considerados reaccionarios de derechas. Mao Zedong aprovechó la Revolución Cultural para librarse de todos aquellos que designaron de derecha e hizo lo propio con escritores y artistas. En Camboya, en el famoso colegio convertido en cárcel de Tuol Sleng, en Phnom Penh, se mataron a 20 000 personas y solo sobrevivieron siete, uno de ellos era un pintor que salvó la cabeza porque hizo retratos a los carceleros.

 

También es paradójico que, justamente, sean personas formadas y cultas las que ordenaron perseguir a los intelectuales y artistas. Creyeron de verdad lo que Stalin dijo de Fiódor Dostoyevski: es muy buen autor, pero puede ser peligroso que los jóvenes lo lean.

Milan Kundera afirma en El libro de la risa y del olvido que las ideas comunistas son muy positivas, el problema se desata cuando se llevan a cabo, por lo tanto, nunca debieron haberse materializado. En el hecho de crear un paraíso terrestre va implícito la organización de un sistema totalitario y antidemocrático, y si a alguien se le ocurre hacer la menor crítica a este sistema atenta contra la felicidad humana, por lo tanto, esa persona debe ser apartada del circuito social. Kundera nos advirtió de que se irían creando más y más Gulags donde encerrar a disidentes, aunque la gente seguirá siendo infeliz y pobre. Ahora mismo me ha venido a la mente un artículo del año cincuenta escrito por Sartre en el que dice que los intelectuales de izquierda afines al comunismo no negaban que en Estados Unidos se vivía mejor que en la Unión Soviética, pero que eso no era suficiente motivo para criticar el comunismo. Lo dice uno que no se mudó al paraíso en la tierra y siempre permaneció en París.

 

Muchos autores apoyaron la revolución en sus primeros compases, pero cuando comprobaron que no se respetaban ni las libertades ni los derechos humanos tomaron una postura recalcitrante. ¿La causa revolucionaria traicionó a los escritores o los escritores no entendieron a sus élites revolucionarias?

Ambas cosas. George Orwell hizo referencia a ello cuando denunció a los dirigentes comunistas y a los famosos compañeros de viaje. Los líderes comunistas olvidaron que el socialismo debía ir de la mano de la libertad; los principios básicos de la Revolución francesa son los preceptos de la izquierda, y fueron traicionados. Vladímir Korolenko, coetáneo de Fiódor Dostoyevski, escribió una carta a su amigo Lenin haciéndole ver las dimensiones que iba a tomar la revolución si continuaba por el camino planteado: se convertiría en un sistema autoritario que se cobraría sus primeras víctimas en la figura de los intelectuales y seguiría sesgando las almas del proletariado y del campesinado. Le recordó que el socialismo se debe implantar por medios democráticos y no antidemocráticos. Los dirigentes comunistas traicionaron la revolución y los escritores y artistas se sintieron traicionados.

 

Hablemos un poco de China. Pekín ha hecho un lavado de cara a su sistema.

Económicamente, hubo una apertura y los niveles de control se han relajado. En otros aspectos, como el social y el político, la situación difiere de los años de Mao, pero China sigue bajo el control de un sistema de marcado carácter totalitario y comunista, que solo permite la acción política de un único partido y no quiere saber nada de disidentes o críticos, a quienes no duda en pasarles por la picadora, solo hay que ver los sucesos de Tiananmén. El director de uno de los periódicos de mayor tirada de China visitó la Asociación de Periodistas Europeos y comimos con él. Durante la comida, dijo que en China habían descubierto que la iniciativa privada era una forma rápida y efectiva de enriquecerse y, por eso, ellos lo estaban implementando, aun siendo comunistas. A su consigna apostillé: “Han dado ustedes a Adam Smith el carnet del Partido Comunista” (no sé si la intérprete se lo tradujo). Tres cuartos de lo mismo: lo ha dicho el partido y está bien.

 

Sin embargo, el canon literario se ha ampliado, ahora muchas más obras tienen espacio en las librerías chinas, han permitido que el mercado sea también el encargado de medir la calidad de las publicaciones.

Es importante saber de qué punto partimos. El maoísmo prohibió a Beethoven y las novelas extranjeras. En la URSS, en 1920, se publicaron 3000 títulos, mientras que ocho años antes vieron la luz 20 000 nuevos; algunos libros de Sartre estuvieron prohibidos y a Cien años de soledad le podaron las escenas eróticas. Hoy en día China ha relajado su censura, pero continúa la represión contra escritores, editores, periodistas. Por supuesto, no a los niveles de la época maoísta, pero su sistema reniega de la libertad y la democracia.

 

Es curioso lo poco que sabemos sobre los sistemas de campos de concentración y trabajo coreanos.

Tenemos acceso a menos fuentes de información, de ahí el valor que guarda La acusación. Cuentos prohibidos de Corea del Norte de Bandi. El otro día en La Sexta repusieron un reportaje del periodista Jalis de la Serna, quien viajó a Corea del Sur para entrevistarse con varios norcoreanos disidentes. Una señora ya mayor entró en el campo a los 12 años y pasó 25 años de su vida por un delito que había cometido su abuelo o su padre. Las condenas de tres generaciones de miembros de una familia fueron algo muy común en Albania y en determinados periodos de la Unión Soviética y lo siguen siendo en Corea del Norte. Consiguió su libertad por buena conducta, aunque, y ella lo expresó así, la vendieron a un restaurante en China. Desde allí logró escapar a Corea del Sur. Jalis de la Serna entrevistó a otro hombre que se dedicaba al comercio exterior y que ingresó en un campo de concentración porque en Corea del Sur hizo un amigo con el que se reunía cuando salía de viaje; alguien los delató. Este disidente contaba que las ejecuciones públicas eran frecuentes. Tras la desaparición de los Jemeres Rojos, donde el comunismo mostró su cara más atroz, Corea del Norte es un reducto del que se revelan unos datos que ponen los pelos de punta.

 

Quiero su opinión: ¿son comparables los campos de concentración nazis con el gulag?

En el ensayo paso de puntillas en esta comparación porque Primo Levi y Bronisław Geremek, que los sufrieron, dicen que no son comparables, ya que en los campos nazis se intentó exterminar a un pueblo entero (además de a otros colectivos), mientras que en el gulag no se pretendía acabar con nadie de manera sistemática. Lo acepto. Sin embargo, en ambos escenarios hubo millones de personas muertas. El historiador Timothy Snyder sí hace la comparación y los sustenta con cifras, aunque los números pueden ser discutibles porque las fuentes no son siempre tan claras como nos gustaría. Algunos hablan de casi 29 millones las personas que pasaron por el gulag desde que se inició la revolución hasta la descomposición de la URSS. Todos no murieron, pero es una cifra importante. Y también no podemos olvidar que el nazismo terminó en el 45 y que el comunismo tuvo un mayor recorrido.

 

¿Qué le parece la calidad de las obras del realismo socialista?

Entre mucha basura había autores con talento. Pongo por caso a Mijaíl Aleksándrovich Shólojov y a Isaac Babel.

 

Algunos terminaron también perseguidos.

A Isaac Babel directamente lo mataron. Shólojov corrió otra suerte y llegó a ganar el Premio Nobel de Literatura, premio que no dejaron ir a recoger a Boris Pasternak. Imre Kertész es otro buen escritor que recibió también el mayor reconocimiento de las letras mundiales. A los húngaros les extrañó mucho que lo recibiera él en vez de György Konrád, a quien apuntaban las quinielas. Creo saber por qué (pero solo son suposiciones): ambos escritores pertenecían a una misma generación, habían vivido en sus carnes los golpes del Holocausto y los dos escriben sobre temas similares. Sin embargo, György Konrád es una especie de Václav Havel a la húngara, muy crítico con el sistema, hasta el punto de participar en el Otoño húngaro y sobrevivir a él, perdiendo su empleo, su casa… De Imre Kertész no he encontrado ningún texto crítico, a lo mejor lo hay, pero dudo que cuenten con la vigorosidad argumentativa de la obra de Konrád. Con esto no quiero decir que Kertész haya sido un autor al servicio del régimen, pero desde luego fue hipocrítico. Otro autor en la línea de Imre Kertész es Péter Nádas, hijo de un jerarca de la policía comunista. Tal vez no simpatizó con el sistema comunista, pero en su trabajo no hay rastro de crítica. En definitiva, deberíamos diferencias entre los autores tipo Shólojov que alimentan al sistema, los Imre Kertész y Péter Nádas, que no se pronunciaron ni en favor ni en contra, y los disidentes, bien representados en las figuras de György Konrád y Boris Pasternak.