Los editores de Atalanta se echan al monte

Inka Martí y Jacobo Siruela llevan las ideas medioambientalistas de la colección  Liber Naturae al proyecto de renaturalización de una finca de 4.000 hectáreas, convertida en el mayor vedado de caza del Sur de Europa.

Texto y foto: Antonio ITURBE

 

El editor de Atalanta, Jacobo Siruela, recibió en herencia en 2015 una finca de 4.000 hectáreas en Salamanca (una extensión cerca de la mitad de Barcelona). Lo sencillo (lo lógico) hubiera sido convertirla en un gran coto de caza, cobrar el alquiler y seguir con lo suyo. De repente, levantó la cabeza de sus libros sobre mitos antiguos del gran Joseph Campbell, físicos que nos cuentan los fascinantes misterios de la luz o indagaciones en la cultura oriental y se giró hacia  su compañera de tareas y ensoñaciones, Inka Martí: “Tenemos 4.000 hectáreas y somos ecologistas. Hemos de hacer algo o todo es postureo”.

Esos terrenos que iban a ser coto de caza, se han convertido en vedado de caza, 600 hectáreas de agricultura ecológica, recuperación de la vaca morucha que estaba desapareciendo de los campos y la idea de sumarse al movimiento de renaturalización que trata de tener una relación con la naturaleza que no sea solo de extracción sino también de convivencia. Al proyecto lo han bautizado como Airhon, el dios prerromano de las aguas y la vida.

Para conocer Airhon, me cuelo de polizón en una visita de periodistas medioambientales. En los contubernios de periodistas de libros se habla de novedades editoriales; aquí se habla de pájaros. En cuanto dejamos la carretera principal que viene de Alba de Tormes y nos adentramos hacia Gallegos de Crespi, en la entrada de la finca el guarda es un alcaudón. Se aprende mucho de los periodistas naturalistas: yo pensaba que escuchaba cantar los grillos pero los grillos no cantan, “chirrían” frotando las alas.

Enseguida llegamos a una casa de invitados que es la antigua escuela que el padre de Jacobo Siruela puso a disposición de los hijos de los empleados de la finca. Aparece Inka Martí a bordo de un vehículo todo terreno de trabajo y despliega sobre el capó un mapa de la finca. La editora, fotógrafa, periodista retirada y ahora ganadera concienciada, nos habla de una de sus fascinaciones en ese territorio del corazón de Salamanca: el paso de los lobos que se mueven por la zona y que muestra en imágenes captadas por las cámaras sensibles al movimiento de “foto-trampeo”, una manera de atrapar animales pero solo fotográficamente. Un lobo mira de manera enigmática al horizonte de la Sierra de Gredos. Es verdad que la presencia del lobo, incluso en fotografía, resulta sobrecogedora. Inka explica que “Mientras que en la narrativa del lince es la del gato listo y maravilloso, en la del lobo está el miedo. Ahora los biólogos eluden la palabra manada por su connotación negativa. Esa familia de lobos vive de milagro. Se les ha intentado eliminar muchas veces, pero son muy inteligentes”. Sobre la leyenda negra, ella cuenta que los lobos huyen del hombre todo lo que pueden. Los antiguos alimañeros, contratados para exterminar todo tipo de animales que pudieran atacar ni que fuera esporádicamente al ganado, tenían que frotarse el cuerpo con esencias de lavanda para que escaparan. Saben que los humanos somos su depredador. Es un animal sorprendente, con un sexto sentido”.

La fascinación de Inka Martí por el lobo no es compartida por todos sus vecinos: “El lobo ibérico llegó al Sur del Duero en 2017. Al año siguiente un pastor me paró y me preguntó por qué criaba lobos. ¡Pero si el lobo no se puede introducir! Va por libre, necesita mucho territorio y vino atraído por la regeneración de la naturaleza. Por suerte, la manera de ver las cosas ha ido cambiando en algunos ganaderos”. Como la fascinación no basta, despliega datos: «Los ataques de lobo han caído en Salamanca de 356 a 70 reses muertas en el último año, nosotros sólo hemos tenido un ataque en ese tiempo. La convivencia es posible con medidas sencillas: recoger el rebaño por la noche, un simple vallado eléctrico, unos mastines. Pero claro, hay que cuidar de tus animales, ir a ver el rebaño, fijarte en que el pastor eléctrico no se haya desconectado. Con eso, los ataques son esporádicos. Y si algún animal es atacado, la Administración indemniza al ganadero: un ataque a becerro de 1 año 1.800 euros. El lobo hace una labor como regulador del ecosistema, manteniendo en equilibrio las poblaciones de jabalíes y corzos. Este no es mi mundo, pero algo he aprendido en estos ocho años. Cuando llegué teníamos 800 vacas y ahora hay 1.500. Estamos demostrando que la convivencia es posible. Hemos de coexistir. Todo es de todos».

El coche da saltos por el páramo sin carretera ni camino trazado. El campo se despliega alegre en sus vivos colores.

“Yo de jovencita en casa tenía unos pequeños huertos ecológicos y me daba cuenta que no hacía falta química para que crecieran los tomates. Ya entonces desarrollé una mentalidad ecológica”. Inka tiene interiorizada la vida en el campo desde pequeña durante el tiempo que vivía en la casa de sus abuelos en un pueblo del interior de Alemania. Con el primer sueldo que ganó a los 17 años, en vez de comprarse una moto se compró un caballo.

Le pregunto por el otro cincuenta por ciento de la editorial Atalanta, su compañero de tareas y búsquedas, Jacobo Siruela. Me cuenta que mientras él se dedica más a la editorial y trabaja en una casa en el fondo de la finca en su huerto de libros, ella va arriba y abajo ocupándose de la ganadería extensiva, el cultivo ecológico y supervisa los mil asuntos del día a día.

Explica que es vedado de caza, un lugar donde no se desmochan las encinas y se deja a la naturaleza regenerarse. Pero señala que no son unos hippies con dinero: “Hay  600 hectáreas dedicadas a la agricultura ecológica y tenemos 1.500 vacas que se crían de manera extensiva, comiendo piensos sin herbicidas ni la utilización de desparasitantes químicos como la ivermectina, que repele a los coprófagos y hace que las bostas se queden al aire libre fosilizándose sin que nadie las descomponga y no regresen a la tierra”.

Es vegetariana, aunque reconoce que no es muy estricta con nada, pero hacerse ganadera la trastocaba. La ayudó a ponerse manos a la obra el propósito de recuperar una raza bovina, la vaca morucha, que estaba en riesgo de desaparecer por ser menos “eficiente” como vaca cárnica. Un ganadero de la zona (le llama con respeto el Maestro morucho) le ha enseñado muchas cosas en estos ocho años sobre esas vacas de largos cuernos, capaces de agruparse y plantar cara al lobo. “Son vacas del cambio climático: resistentes, necesitan poca agua, todo lo que necesitan está en la dehesa”.

Nos acercamos a esas vacas más estilizadas y con cuernos poderosos, tan distintas de las vacas afeitadas que estamos acostumbrados a ver. La prueba de las buenas prácticas del equipo de ganaderos de Inka es que no temen a los humanos. Se acercan confiadas al coche. A ella cuando las  mira le brillan los ojos: “Es una vaca milenaria que podría ser egipcia o minoica”. Aquí pastan libremente hierba natural sin herbicidas y aunque su final será alimentario, aquí tienen una buena vida”. Le pregunto a Inka dónde va a parar esta carne criada de manera tan natural y me dice que a la distribución general que puede llegar a cualquier supermercado, porque ellos no se pueden ponerse a día de hoy a crear una marca de carne propia. Lamenta que no haya más consejos reguladores y sellos de calidad para la carne igual que sucede con otros productos.

Nos adentramos por la dehesa como si camináramos hacia atrás en el tiempo. Encinas centenarias, páramos donde no hay senderos. Atravesamos un reservorio de fresnos jóvenes. Árboles sobre un manto donde crece la cebada, en algunas zonas entremezclada con camomila salvaje, eso que llamamos malas hierbas aunque la maldad sea únicamente un invento humano. Hay en esa paleta de colores una armonía asombrosa que se mece al compás de la brisa. Una coreografía que se baila en la Tierra desde hace millones de años.

“Cuando vinimos esto estaba abandonado. Pero la naturaleza con poco que la dejemos se recupera”.

Va atardeciendo muy lentamente, con un tiempo que no sabe de la tiranía de los relojes. Llegamos casi a oscuras al Hoyo de los Lobos, una laguna que se abastece de las canalizaciones del agua de lluvia de los antiguos pobladores de la zona, los celtas vetones. Nosotros apenas vemos nada pero seguro que la dehesa nos mira. Nos quedamos callados, solo hablan los gorriones chillones y la curruca.  Desde algún escondrijo nos deben de estar observando lirones, garduñas, comadrejas, perdices, jabalíes… tal vez nos miren otros ojos penetrantes desde muy lejos. Inka señala a una masa de árboles en la distancia: El bosque sagrado, le llama, el lugar donde crían los lobos.

De regreso, nos señala el lugar por donde se colaban los cazadores furtivos en la finca con sus vehículos 4×4 y sus focos que convierten la caza en un videojuego cruel. En la zona distinguen entre los que cazan y los que matan. Pasaron malos momentos, pero las cosas han ido cambiando y solo quiere hablar de lo bueno. De la esperanza. “Organizamos un pequeño taller de agricultura ecológica y vino Goyo, un agricultor de toda la vida que no se fía nada de los científicos de despacho. ¡Se ha pasado a la agricultura ecológica!”

Cuando se hace de noche, los humanos nos recogemos en nuestros nidos de piedra. Al día siguiente, en el porche de la antigua escuela Jacobo Siruela e Inka Martí nos esperan rodeados de campo y de libros.

Él explica que “Cuando vinimos por primera vez nos enamoramos de la finca y nos comprometimos como ha de hacer todo el que tiene tierras en el siglo XXI. Queríamos hacer un ejemplo planetario medioambiental. Fue una suerte que Inka se hiciese cargo de llevar las vacas porque yo llevo 40 años de editor y soy alguien totalmente teórico y libresco. Gracias a que ella se ocupó más de estos asuntos yo me pude dedicar más a la editorial y a la colección relacionada con el medio ambiente, Liber Naturae”. En esa colección encontramos obras como Naturaleza esencial de Christian de Quincey o Tierra viviente de Stephan Harding. Nos habla Jacobo de esa vibración perpetua de la naturaleza que explica en El campo vibratorio el doctor Changlin Zhang:  “Nos da Una visión completa de la naturaleza, de lo visible y lo invisible”.

Con su voz suave nos dice que “Todo lo que vemos está animado. La metáfora del ánima mundi está vigente. Los científicos nos hablan de que las piedras tienen una vida molecular, que hay comunicación entre ellas, por tanto, tienen su lenguaje”. Considera que es muy importante “restaurar el alma del mundo, la actualización de las antiguas visiones universales que tienen vigencia hoy día. En la antigüedad la naturaleza era sagrada, pero después el cristianismo nos dijo que lo sagrado estaba en otra parte y dejamos de mirarla con la misma reverencia. En el siglo XIX se decía que la naturaleza era una máquina gobernada por leyes universales. Pero en el siglo XXI sabemos que no es una máquina sino un organismo de organismos, algo que rebosa vida. Y no podemos negar nuestro compromiso con la vida porque formamos parte de ella”.

Sobre el proyecto Airhon cuenta que “Decidimos implicarnos por la situación del planeta. Necesitamos un cambio de mentalidad en los que tenemos campos. Hay que dejar de echar pesticidas y trabajar con pautas ecológicas. ¡Claro que el campo ha de dar beneficio! Es evidente que no se puede convencer a nadie de la ecología si no da beneficios. Pero no ha de ser lo único. Ha de venir acompañado de la comprensión del mundo natural porque nosotros somos parte de la naturaleza.” Nos dice Inka que “El mundo natural ha de ser compartido. Todos estamos aprendiendo de todos”.

Curioseo entre los libros de ella: Está Land Healer de Jake Fiennes con su idea de cómo se puede trabajar en el campo con una mentalidad que no sea la de extractores sino sanadores de la tierra. Wilding de Isabella Tree (publicado en castellano como Asilvestrados, por la editorial capitán Swing). “Son el enlace de personas que estamos haciendo cosas. También sigo a Fukuoka, el autor de La revolución de una brizna de paja (explica, por ejemplo, la manera de cultivar sin pesticidas y cómo la biodiversidad enriquece la tierra). “Mi referente es Edward Wilson, que pide crear reservas cinegéticas, lugares de paz para los animales”.

Inka sueña con un corredor de renaturalización que vaya de Ávila a Portugal, un lugar de paso para lobos, grullas y cualquier animal que quiera sentirse libre. Mira al horizonte. Señala la arboleda espesa a la que llama el Bosque del laberinto donde un día se extravió, pero también se encontró. Frente a las encinas centenarias y la tierra milenaria uno siente que no son campos, sino que también somos nosotros. Jacobo, que nunca grita, susurra: “No podemos dejar morir la tierra”.