La Suecia de las cosas pequeñas

Marit Kapla recoge en “Osebol” (Capitán Swing) las historias de los habitantes de un pequeño pueblo sueco del interior, antes de que se las lleve el viento.

Texto: Antonio ITURBE

 

A Lars Jörlen le sucedió algo extraño dentro de su cabeza cuando se bajó del camión de la mudanza que traía sus muebles y sus cachivaches a ese pequeño pueblo del interior de Suecia llamado Osebol: “Tenía un runrún en los oídos todo el tiempo”. Le empezó a preocupar, incluso preguntó a los otros si lo oían, pero le miraban raro. Decidió salir a ver si se trataba del poste de la luz. Había muchos cables colgando, pero el zumbido no salía de allí.

«Hasta que al final caí…

Lo que oigo es el silencio

que llevaba veinte años sin oír

en Estocolmo».

A Marit Kapla, la autora de Osebol, le ha sucedido en cierta manera lo que a Lars Jörlen; hubo un momento en que empezó a percibir un runrún en la cabeza. Llevaba años como directora artística del festival de Goteborg, redactora jefa de la revista cultural Ord&Bild, cómodamente instalada en una ciudad de más de medio millón de habitantes. Pero, de repente, volvió la cabeza hacia la pequeña población donde se crio, Osebol, y sintió la llamada del silencio o, en todo caso, la llamada de ciertos susurros: los de la ventisca en el invierno, los del río en los meses de crecida, los de las pequeñas historias de un pueblo donde los mayores van muriendo. Llegan pocos jóvenes a instalarse, no hay servicios, ni siquiera escuela, las posibilidades de trabajo se han ido reduciendo y obligan a sus habitantes a desplazarse decenas de kilómetros. Un lugar donde el invierno es muy largo y la soledad puede ser aplastante, pero donde hay gente que no solo resiste, sino que es feliz. Marit Kapla decidió irse a conversar uno por uno con todos los habitantes de Osebol y pegar en el papel de un libro sus recuerdos como si fuera un álbum de fotos: sus expectativas, sus decepciones, sus asombros… pero, sobre todo, su cotidianidad. La grandeza de las cosas sencillas.

En este libro minimalista, las conversaciones quedan punteadas en un puñado de frases estructuradas en renglones separados para que se lean como la letra de una canción o como poemas. Poemas sin azúcares añadidos, poesía escueta de lo diario, de lo cotidiano, que no siempre es tan confortable cuando vives en un lugar casi despoblado.

Urban Nilsson es uno de los vecinos de Osebol que estuvo un tiempo fuera pero regresó: vivió en un piso en la cercana ciudad de Stöllet y le iba bastante bien, pero tampoco terminó nunca de estar a gusto del todo: “Uno necesita un poco de libertad más allá de las paredes”. Leonart Olsson explica cómo su casa vino desde Ambjörby desmontada y flotando a través del río hasta volver a armarse en su actual emplazamiento, porque las cosas vienen y van. A Natia Ellelund lo que le preocupa es cómo va a ir al colegio su hija, porque todos los centros educativos se concentran en la ciudad de Torsby: “Yo me quedaría aquí sin dudar, pero cuando la niña sea mayor no sé cómo funcionarán las cosas”.

Geert Cornelius vino de los Países Bajos y se instaló para buscar un lugar tranquilo donde ejercer de instructor de deportes de escalada y supervivencia tras haber realizado ese trabajo para el ejército durante décadas; estuvo un tiempo organizando safaris de castores. Los lobos le gustan: “Tienen que encontrar de nuevo su sitio”. Mattias Danilowicz llegó con su familia desde Polonia y también le costó encontrar su sitio en Osebol. El carácter y las costumbres eran distintas: “En Polonia, si quieres conocer a alguien, llamas sin más a la puerta del vecino y entras. Aquí no es así. Al menos no da esa sensación. Da la sensación de que haya que concertar una cita antes de ver a alguien”. Pero no se ha ido.

Estos hilos de historias sueltas acaban cosiendo el tapiz de Osebol, con su naturaleza poderosa aunque se hayan talado muchos árboles y sus problemas cotidianos de falta de servicios, envejecimiento de la población y aislamiento. No es idílico, no es ideal, no es un chollo vivir en Osebol, pero los que están allí no lo cambiarían por nada. Dice Jan Hangström, que va para los setenta años: “Será que soy un poco tozudo y quiero quedarme aquí. No sé por qué. Ya lo he dicho, quizá habría sido mejor mudarme. Pero como una mula, oye; pienso quedarme aquí”.

Al final del libro, Marit Kapla se pregunta dónde empiezan las cosas y dónde terminan. En el tiempo de confeccionar y publicarlo, fallecieron Karin, Eivor y Hans, que dejaron aquí sus palabras. También nació Maria, la hija del polaco Mattias, que se extrañaba al principio de que en las fiestas los suecos trajeran su propia bebida y no la compartiesen. Pero comparten el paisaje. Incluso, los silencios. Osebol sigue vivo, se encoge y se estira con el movimiento de acordeón de las vidas de los que lo habitan.