La insoportable insignificancia de Milan Kundera

Nos ha dejado a los 94 años el escritor Milan Kundera, autor de novelas como “La insoportable levedad del ser”, “La inmortalidad”, “La ignorancia” o “La fiesta de la insignificancia”.

Texto: Antonio ITURBE  Foto: Tusquets

 

Tomás es un médico alto, guapo, respetuoso y seductor. Por su apartamento de Praga pasan muchas mujeres pero hay un pacto que les plantea desde el principio: puede pasar todo lo que tenga que pasar en su cama pero no se podrán quedar a dormir. Tomás estima demasiado su libertad de abejorro que toma la miel de flor en flor. Conoció a Teresa trabajando de camarera en una modesta cervecería de una pequeña ciudad a muchos kilómetros de Praga: tímida, callada, dulce. Ella fue a visitarlo a Praga y esa noche hicieron el amor, pero después se encontró mal, le subió la fiebre, y se quedó una semana en su cama. Cuando la veía enferma, pensó que se podía morir y le vino a la cabeza la idea de que él también moriría, y se preguntó si eso no sería verdadero amor. Después, ella se recuperó y regresó a su pequeña ciudad y a su pequeño empleo. Cuando un tiempo después recibe la llamada de Teresa diciéndole que está en la ciudad, él se pregunta si ha de acogerla en su casa con su maleta, como desea. Pero también le pesa esa responsabilidad del compromiso que echaría por tierra su vida de amantes y diversiones ligeras que tanto lo complacen.

Tomás se encuentra la indecisión: ¿las responsabilidades y el compartir que te atan a la tierra, o la ligereza de las relaciones fugaces que te hacen flotar en una placentera ausencia de responsabilidades? Tomás abre de par en par un debate íntimo que es el debate de toda una sociedad occidental acomodada: ¿qué es más importante, la levedad o el peso? ¿El disfrute ensimismado o la responsabilidad?  Kundera, en realidad, tampoco lo sabe, no sentencia, no concluye, pero busca. La insoportable levedad del ser se publicó en 1984 y se convirtió en una de las novelas de la década. Tal vez demasiado popular para el gusto de ciertos intelectuales.

Rebobinemos.

Milan Kundera publicó en 1966 su primera novela, La broma. A un estudiante, entusiasta partidario de las ideas comunistas imperantes en la Checoslovaquia encerrada tras el telón de acero de la Unión soviética, se le ocurre gastar una broma a un compañero: él, tan admirador de la revolución bolchevique, le manda una postal como si fuera un anticomunista con frases tontorronas como “El optimismo es el opio del pueblo”. La postal llega a instancias con nulo sentido del humor y el estudiante es enviado a prisión y se pasa seis años condenado a penosos trabajos forzados. Un año después de la publicación, la broma se convirtió en realidad: los tanques rusos entraron en Checoslovaquia arrollando cualquier atisbo de libertad  en Praga en una primavera siniestra.

La broma fue prohibido por las autoridades y Milan Kundera perdió su empleo de profesor y tuvo que ganarse la vida en trabajos menores, como pudo, hasta que en 1975 escapó de la tenaza cada vez más opresiva y se exilió en Francia. Le fue retirada la nacionalidad checa. Durante años, hasta que se le concedió la nacionalidad francesa en 1981, fue una persona sin patria.

Le costó adaptarse al cambio de situación, pero poco a poco se fue aclimatando y a mediados de los 80 incluso escribió sus obras ya en francés. De ahí que en España fuese su propia editora de Tusquets, Beatriz de Moura, quien tradujera personalmente sus novelas: La ignorancia, la lentitud, la identidad… De hecho, quiso que La ignorancia se publicase en España antes incluso que en Francia, porque sentía que aquí, por la dolorosa experiencia del exilio republicano, entenderían mejor que nadie el libro. Y desde luego, se entendió mejor que en Francia.

Cuando cayó el Muro de Berlín y los países que habían estado sometidos a la dictadura de la Unión Soviética fueron liberándose, la República checa invitó a Milan Kundera a regresar. Eran los años 1990 y los intelectuales franceses se dispusieron a despedir a su refugiado político que volvía triunfante a casa. Pero Kundera les dijo que no quería volver, que llevaba 20 años allí, que tenía allí en Francia su casa, sus amigos, sus costumbres. Muchos no lo entendieron y le reprocharon en Francia y en la República checa que no se sumase a la reconstrucción del país. En La ignorancia explica lo que les sucede a dos checos que regresan del exilio muchos años después y hablan el mismo idioma que los que se quedaron pero ya no se entienden porque todo ha cambiado mientras ellos estaban fuera.

Milan Kundera ha sonado reiteradamente durante años en las apuestas del Premio Nobel, pero nunca se lo dieron y ahora ya es tarde. En sus novelas había demasiado sentido del humor, gustaban a demasiada gente, no tenían el ingrediente de la solemnidad. En los últimos años muchos lo ningunearon, dijeron que su obra era muy “androcéntrica” porque sus protagonistas siempre eran hombres que establecían relaciones heterosexuales con mujeres. Salieron unas acusaciones de delación de un compañero al partido comunista checo. Un poco extraño que fuese un chivato del Partido Comunista alguien muy crítico con el Partido en sus libros, que le prohíben ejercer de profesor y que acaba teniendo que irse del país. Pero el no querer regresar, incluso actitudes tozudas de Kundera al negarse a recibir ciertas condecoraciones del gobierno checo que derivaron en descalificaciones hacia él y acabar por no querer que se tradujeran sus libros al checo, lo convirtieron en persona non grata para una parte de la gente del país, que se sentía desairada. Pero él se mantuvo firme. No puedes regresar a un país que ya solo existe en tus recuerdos de juventud.

La fiesta de la insignificancia, su última novela tras años de silencio, publicada en 2013, fue tratada con desdén por gran parte de la crítica y los sabios autoproclamados.  No se dieron cuenta los que lo despreciaban que le estaban dando la razón, que ellos se mostraban como lo que eran: gente insignificante. Todos los somos. Porque la grandeza de la vida es su insignificancia. Si hubieran sido lectores atentos de Kundera lo habrían entendido. Habrían sabido algunas cosas sobre la levedad y el peso, sobre el secreto minúsculo de la inmortalidad que es tan solo un gesto que se detiene un instante en el aire. Yo le estoy muy agradecido a Milan Kundera por haberme ensanchado la vida. Nos dice en este último libro suyo maravilloso: “hay que amar la insignificancia”.

En La broma, al principio del principio, escribió algo que siguió latiendo en su obra hasta el final: “A pesar de mi escepticismo me ha quedado algo de superstición. Por ejemplo esta extraña convicción de que todas las historias que en la vida ocurren tienen además un sentido, significan algo. Que la vida, con su propia historia dice algo sobre sí misma, que nos devela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un acertijo que es necesario resolver. Que las historias que en nuestra vida vivimos son la mitología de esa vida, y que en esa mitología está la clave de la verdad y del secreto. ¿Que todo eso tan solo es una ficción? Es posible, es incluso probable, pero no soy capaz de librarme de esta necesidad de descifrar permanentemente mi propia vida.

Milan Kundera era insignificante y también grande.