La historia desconocida de los nómadas

Anthony Sattin en «Nómadas. La historia desde los márgenes de la civilización» (Editorial Crítica) pone sobre la mesa unos cuantos debates al recorrer los hitos históricos del nomadismo y cómo estos han influido en la historia oficial, escrita por los pueblos sedentarios.

Texto: David VALIENTE

 

Hace unas semanas, mantuve una discusión con una amiga sobre los nómadas. De un tiempo a esta parte, se están escuchando cada vez más palabras como ‘nómada digital’, que vienen a designarnos a un nuevo tipo de viajero que se establece poco tiempo en un lugar porque, principalmente, así lo desea y sus obligaciones laborales le dan esa cancha con la que tanta gente tiene sueños húmedos: un día se encuentran en una metrópolis occidental y a la siguiente jornada surcan las chocolateadas aguas del río Mekong. Mi amiga defendía que esas personas también son nómadas y que no veía ningún problema en la forma que se les designa. Sin embargo, a mí, bien por mi falta de información o por mi tendencia cada vez menor a creer que todo tiempo pasado fue mejor, lo de nómadas digitales me chirriaba.

Esos nómadas modernos (quizá este adjetivo sea más acertado) tal vez se asemejan a los nómadas pretéritos en forma, pero en cuestiones casuísticas, se pueden apreciar denotadas desemejanzas. Por un lado, los nómadas recorrían grandes distancias en busca de climas más agradables donde poder asentarse y encontrar mejores alimentos; los nómadas modernos, por el contrario, no atienden a cuestiones climáticas (o no tienen por qué hacerlo) y pueden encontrar refugio bien en la ladera de un volcán o bien en el pico más elevado del Himalaya. A los nómadas modernos les mueve la aventura, la curiosidad, el aburrimiento, y no digo que a escitas, hunos, mongoles, persas, árabes, gitanos e indígenas de Norteamérica, por citar algunos grupos, no les pudiera alentar los mismos sentimientos, pero también es difícil de discutir que en los nómadas modernos esos sentimientos son cada vez más acuciantes, sobre todo, cuando hablamos de ese gustillo que les produce el viaje. Con esto demuestra que aparcan la necesidad y se tiran a la piscina de la aventura por los sueños que desean cumplir, lo que ya es una diferencia significativa. Por último (seguro habrá más argumentos y con mayor consistencia que los míos), nuestras modernas trashumancias están perdiendo la simbiosis con la naturaleza. Ahora, algunos nómadas no quieren saber nada de las estepas, solo eligen como destino estruendosas ciudades, precalentadas por el asfalto y el hormigón. Razones no sobran para que las ciencias humanas, es decir, la historia, la antropología y la sociología, nos aclaren a las personas dubitativas y reticentes la posible extensión y difusión tanto en su significante como en su significado de todas estas nuevas y viejas concepciones.

De hecho, en cierto modo, Anthony Sattin en Nómadas. La historia desde los márgenes de la civilización (Editorial Crítica) pone sobre la mesa unos cuantos debates al recorrer los hitos históricos del nomadismo y cómo estos han influido en la historia oficial, esta es, aquella escrita y consensuada por los pueblos sedentarios. El libro comienza en el 10 000 a.C. en las misteriosas ruinas de Göbekli Tepe (actual Turquía) y finaliza con el traumático exterminio de los indios americanos en el norte del continente. Unos cuantos siglos que alberga una parte de la historia de la humanidad poco sondeada a causa de la mala imagen creada por generaciones de historiadores, filósofos, poetas y escritores, más preocupados en vilipendiar a los grupos sociales que no casaban con la idiosincrasia de sus circuitos neuronales, que en hacer un buen proceso de documentación y luego un análisis esclarecedor.

Anthony Sattin es un reconocido escritor y locutor británico, un viajero con pilas Duracell, que con su trabajo se ha convertido en “una de las principales influencias de la literatura de viajes actual”. Aun así, entre parada y parada, Sattin colabora habitualmente con Sunday Times, Financial Times y Condé Nast Traveler y también, aparte del libro publicado en Crítica, ha escrito otros títulos aún no traducidos al español: Young Lawrence. A Portrair of the Legeng as a Young Man o The Gates of Africa: Death, Discovery and the Search for Timbuktu, sus otras dos obras más destacadas. Asimismo, forma parte de la Royal Geographical, asesora a la revista Geographical Magazine y fundó la Asociación para el Estudio de los viajes en Egipto y el Oriente Próximo.

Sattin, en Nómadas, da algunas claves para comprender el maltrato padecido historiográficamente por las sociedades que rechazaron sedentarizarse. Parece ser que el conflicto atávico entre sedentarismo y nomadismo se puede seguir en los textos clásicos que han marcado nuestras culturas; el Antiguo Testamento, la Epopeya de Gilgamesh, la Ilíada y la Odisea hacen las veces de periódicos donde mantenernos informados de esa larga lucha sin tregua. Sin embargo, durante la Grecia Clásica, los lectores se topan con la dificultad de encontrar información más fidedigna sobre los nómadas.
Como le ocurre a nuestro periodismo actual que se posiciona en los conflictos a favor de un bando e impide ver la verdad y la complejidad de los asuntos, autores como Heródoto no fueron del todo honestos cuando sus crónicas hablaban de esos moradores esteparios contrarios a su manera de entender la civilización: “Lo más sorprendente de esta historia arquetípica es que la cuenta alguien que conocía a los nómadas de primera mano”, escribe Anthony.

No. La verdad completa no es que los nómadas fueran unos bárbaros sedientos de sangre que recorrían la planicie euroasiática y traspasaban los muros de los buenísimos sedentarios en busca de carne humana fresca que cazar. Estos autores clásicos y medievales se obcecaron en esta idea. Pero, sin los nómadas, a las sociedades sedentarias, cuenta Anthony Sattin, les hubiera costado mucho más alcanzar las cotas de desarrollo de las que tanto presumían. Su inmovilismo les apremiaba para sortear algunos problemas, pero otros casi ni se los planteaban, cosa que los incansables nómadas sí hacían. Por ejemplo, ¿cómo cubrir largas distancias en menos tiempo y evitar así que las estaciones invernales se echen encima?, debieron preguntarse. Pues bien, esos cuadrúpedos que corrieron con sus melenas y sus rabos al viento les sirvieron a los nómadas para construir sus propios hitos. La equitación, no como disciplina deportiva, les permitió que “un jinete puede cubrir el doble de esa distancia o más”.

Ciertos especialistas, recoge el autor, aseguran que la revolución equina fue más determinante para el progreso humano que el dominio de la agricultura, porque gracias a su innovación, “hace unos cinco mil años, mucho antes de la llamada de la Ruta de la Seda, los nómadas vagaban por la ‘Ruta de las Estepas’, conduciendo sus rebaños, montando a caballo y uniendo el este con el oeste, la montaña y el desierto, y los dos grandes polos de la civilización sedentaria: China y Europa”.

Sin lugar a dudas, esa ‘Ruta de las Estepas’ fue recorrida por pequeñas coaliciones de nómadas que construyeron los imperios más espectaculares y desconocidos de la historia. Y si no que les pregunten a las hordas de Gengis Kan que surcaron el territorio de Asia Central, lo unificaron y lo dotaron de un acervo jurídico muy adelantado para su tiempo. Sin embargo, de ellos solo se recuerda las grandes matanzas y escabechinas carniceras. Los mongoles, innegablemente, fueron guerreros despiadados que asaltaban ciudades, mataban personas, saqueaban bienes, pero, antes de usar el acero, preferían negociar y mostrar a sus interlocutores (a veces futuros enemigos) las ventajas comerciales de acceder de forma pacífica y organizada al circuito económico mongol.  La mentalidad de este pueblo nómada, en muchos aspectos y de una forma, huelga decirlo, primitiva, nos recuerda a nuestros queridos liberales; solo les faltó poner en Karakórum, capital del Imperio mongol, o en Pekín un cartel en el que pusiera business is great. La historia no solía contarnos (pero cada vez hay más académicos preocupados en allanar la verdad de este pueblo fascinante) que las mercancías circulaban por el Imperio mongol con una tasa arancelaria irrisoria, tampoco nos describían el complejo sistema de carreteras y postas que desarrollaron para que la gente circulara, daba igual el origen, libremente por el territorio y mucho menos hacían referencia a que, mientras en la civilizada Europa se mantenía guerras por motivos religiosos, los bárbaros animistas no ponían ninguna pega a las personas por su credo, ya fuera la herejía más rebuscada del universo. Esos principios que hoy Occidente tanto valora y atesora, no fueron ni mucho menos un invento suyo, sino que se lo debemos, en primer lugar, a Ciro II el Grande, monarca que fundó un imperio siguiendo esas premisas como base y, en segundo lugar, a los mongoles que se encargaron de consolidar y dar ejemplo con esos actos.

Sí, antes que los mongoles, los persas de Ciro II en la vasta estepa iraní apelaron al multiculturalismo y a la libertad comercial, lo que no quita que en la guerra fueran crueles y contundentes: “Por él corría sangre de medos y farsis- tribus nómadas que habían migrado de las estepas indoeuropeas- y creía en la prosperidad surgida del libre comercio de bienes y de la libertad de movimiento de las personas, de la diversidad y de lo que hoy llamaríamos multiculturalismo, quizá incluso universalismo”.

No obstante, a pesar de la grandeza y el poder de los imperios, todos entraron en un proceso de decadencia y todos tuvieron un final, algunos más abruptos que otros. El filósofo e historiador tunecino Ibn Jaldún en el siglo XIV escribió Muqqadimah, una especie de prólogo que hace las veces de historia universal, donde desarrolló un concepto que nos puede ayudar a entender por qué los grandes imperios nómadas indefectiblemente desaparecieron de la escena internacional. La asabiya son esos lazos comunitarios y fraternales que se originan en los grupos, en lugares donde la naturaleza se presenta salvaje y poderosa, y, en gran medida, les facilita la exploración y el dominio del territorio. Para Jaldún, los imperios empezaban a eclosionar cuando los gobernantes y gobernados abandonan “sus antiguas moradas, tiendas de lana y piles”, y se asentaron dentro de la seguridad y la comodidad de unos muros. Entonces, comienza un proceso de desconexión entre el monarca y sus súbditos, porque el primero, en su jaula de oro, cae en la banalidad de la vida sedentaria y el hedonismo más excéntrico. Pero es “en la cuarta generación (de gobernantes) cuando el prestigio que ya es ancestral se destruye” y con él los ímpetus nómadas conformados por la asabiya. De este modo, Ibn Jaldún explica por qué un imperio tan poderoso como lo fue el árabe se atomizó y acabó extinguiéndose. Aunque, y en esto compartía argumentos con Maquiavelo, ninguna forma de Gobierno y ningún Estado puede escapar a la inexorable destrucción del tiempo.

Sin embargo, la gran enseñanza que debemos sacar del libro de Sattin y que, quizá, explote la cabeza de algunos puritanos poco acostumbrados a que les lleven la contraria, es lo siguiente: “Si los milenios anteriores, y las historias que he contado, nos revelan algo, es que los pueblos sedentarios necesitaron a los nómadas y que los nómadas necesitaron a los pueblos sedentarios”.