La historia de la casa de Lorca

«La caja de alegría» es la historia de la casa de la Huerta de San Vicente, lugar en el que Lorca fue feliz y del que partió hacia la muerte.

Texto: Miguel Ángel MUÑOZ  

 

De todos los fantasmas que puntean la historia de España, el de Lorca es el más potente. Fantasma del que parece saberse todo, pero que rehúye cualquier categoría. Su sombra no puede ser fúnebre, porque si hay escritor luminoso, pese a su tragedia, es Lorca, pero su asesinato y sus restos no encontrados reafirman a quienes argumentan que nuestros muertos son el origen de las desdichas con las que pintamos el recurrente cuadro goyesco del país.

Más allá de las excavaciones que han buscado su fosa y de los huecos sobre la narración de su asesinato, que muchos rumores compiten por llenar, desbordando la historiografía oficial, Lorca es un símbolo cegador en muchas direcciones.

La caja de alegría (Comares), historia del lugar en el que Lorca fue feliz y del que al cabo partió hacia la muerte, comienza en su prólogo aludiendo a esa condición fantasmal a la que me refiero: «A lo largo del mes de julio de 2008 paseé a menudo por las habitaciones vacías de la Huerta de San Vicente. Nunca he creído en espíritus, pero durante aquellos paseos me parecía que la casa desnuda vibraba de sentido. Entendí que la ausencia puede ser una forma elocuente de la presencia y quise escribir un libro que narrase la historia completa de la casa, desde sus inicios hasta aquel extraordinario momento». Jesús Ortega, que trabajó durante años coordinando las actividades culturales de la casa de veraneo granadina de la familia Lorca, y desde los años noventa museo que honra la memoria del poeta, alude en ese prólogo a Mudanza, el cortometraje de Pere Portabella para cuyo rodaje vació la Huerta de todos los recuerdos familiares, de pinturas y enseres que fueron llevados durante unas semanas a un guardamuebles. La casa de los Lorca, ligera de equipaje, adquirió de súbito una nueva naturaleza mistérica, una condición de obra de arte conceptual que, definitivamente, daba a aquellos muros un poder propio para convocar las almas de los idos, de modo parecido al que en lugares pétreos y esenciales como Stonehenge se acumulan energías insondables.

«Ni mi casa es ya mi casa», escribía Lorca en el romance. Así animo a leer este libro, como una novela gótica en la que la mansión inglesa, aquí cortijo, casa de campo, adquiere vida propia más allá de sus habitantes, de sus propietarios, de sus aparceros, de quienes la conservaron cuando los Lorca se habían alejado de ella, durante el franquismo eterno y el desarrollismo voraz de la democracia, momentos en que habría sido muy fácil que la casa hubiese desaparecido, como se arrambló con toda la vega que la circundaba, hecho que La caja de alegría testimonia y que acongoja al lector por lo irreparable de la destrucción.

Parte de la obra de Jesús Ortega, autor de dos notables volúmenes de relatos, El clavo en la pared (2007) y Calle Aristóteles (2011), se ha centrado en la poética del espacio. Así, en su anterior libro, Proyecto escritorio (2016), nos invitó a ochenta autores a mostrar nuestros lugares de escritura y a narrar de qué modo trabajábamos en ellos. La caja de alegría transita ese fértil camino enfocando el espacio que Ortega recorrió durante años, la Huerta de San Vicente, y fijando, con rigor filológico, los hitos biográficos de la casa, desde que la familia Lorca llegó a ella en agosto de 1926 hasta la actualidad, pero también, y esto es una aportación estimable a los estudios lorquianos, qué páginas de su obra fueron escritas en esta residencia. Algo laborioso de discernir, sobre todo en los últimos años del poeta, ricos de producción y de notable ajetreo vital.

El volumen incluye 62 fotografías, varias de ellas inéditas, que acompañan emocionalmente al texto. En ellas quedaron retratados, gracias a la afición fotográfica de Francisco, el hermano menor de Federico, los rostros felices de la familia, en plenitud, y se documentaron algunas de las numerosas visitas que Lorca recibió allí, como la de su amigo Miguel Pizarro —«¡Miguel Pizarro! / ¡Flecha sin blanco!», le dedicó en un poema—, momento gozoso reflejado en la fotografía de portada; pero también, conforme el tono del relato de Ortega se va haciendo más ominoso, asesinado el poeta, vemos los rostros severos, escarchados por el luto, de la familia y, más tarde, de los Correal Delgado, caseros de la Huerta tras la guerra civil, y de posteriores ocupantes.

La casa de Lorca, sin Lorca. ¿Cómo se hace para regresar a un lugar que el poeta tanto amó, su caja de alegría durante la juventud, y que fue violentado? ¿Cómo relacionarse con normalidad, culturalmente, con un sitio así?

Toda historia de fantasmas se articula sobre la posibilidad de que el fantasma regrese y comparezca ante los nuevos moradores, que se haga magia blanca, presencia memorable del momento desastroso que lo hizo ausente.

El final de esta historia de fantasmas, si no feliz del todo, es esperanzador. Desde la simbólica visita de Rafael Alberti en 1980, numerosos escritores, pintores, músicos internacionales han visitado el museo de la Huerta, absorbiendo la energía flotante, reverenciando allí el influjo del escritor. Qué bien elegida, al final del texto, la fotografía de Enrique Vila-Matas, sentado en una silla junto a la cama de Lorca, pues cifra el temblor iluminado de una historia literaria que sigue su curso, más allá de negruras pasadas.

Barthes afirmó que una sociedad podía definirse por la rigidez de su código fantasmático. La caja de alegría, libro inolvidable, desafía ese código y lo subvierte. Nos cuenta la historia de una casa y de todo lo que cabe en ella, la fértil memoria de lo que ocurrió y también de lo que estuvo a punto de ocurrir.