Kafka, cien años de insomnio

Se cumplen cien años de la muerte de Franz Kafka. Ha incorporado a los diccionarios un adjetivo imprescindible para explicar la sociedad de nuestro tiempo (“kafkiano”) y nos sigue invitando a estirar la realidad para darnos cuenta de que la verdad es una goma muy elástica. Un siglo después, sigue despierto.

Texto: Antonio ITURBE 

 

Franz tiene veintitantos años, una nariz judía y unos ojos que parece que miren a otra parte. Viste de manera pequeño-burguesa, incluso lleva sombrero hongo, y trabaja en una compañía de seguros, la Generalli. La gente que se cruza con él por las calles de Praga a principio del siglo XX ve a un oficinista corriente. No saben nada del precipicio que lleva adentro.

No se lleva muy bien con su padre, un pequeño empresario textil que viene de una familia de carniceros. No ayuda que Franz se haya hecho vegetariano. Ni que se interese por algo tan poco serio como la literatura. Después de trabajar, duerme una larga siesta, sale a caminar, a veces en compañía de su amigo Max Brod, o va al teatro. Una noche, al regresar de ver una obra que le parece mediocre, aunque la voluptuosidad de la actriz no le ha pasado desapercibida, ha contestado a algunas cartas y, al notar el cansancio, se ha acostado. Pero no puede dormir. Merodea por su cuarto. El sueño no llega, no va a llegar. Entonces, se sienta a escribir.

No le gusta escribir borradores. Escribir es escribir, dejar ir lo que empuja el insomnio. Una idea que le está taladrando el cerebro, una de las muchas que merodean dentro de su cabeza acechada por esos zumbidos e imágenes estroboscópicas que dispara el agotamiento cuando quieres dormir y no puedes. Toma uno de sus cuadernos escolares y el lápiz; son las diez de la noche cuando se sienta y empieza a escribir. El insomnio es su enemigo y su aliado. Su condena y su salvación. Sabe que solo puede escribir en el silencio de la noche porque cualquier ruido lo perturba. En alguna página de su diario ha susurrado alguna vez: “El silencio nunca es bastante silencio”.

Apoya el lápiz sobre la hoja y la mano se mueve, se revuelve, se contorsiona. La corteza áspera de la madrugada se abre y muestra su carne blanca. Escribe sin mirar atrás, apenas tacha nada, sigue el empuje. El título ha surgido como todo lo demás, del pozo de la noche: La condena. Unas horas después, exhausto, hace estas anotaciones en su diario:

“23 de septiembre de 1912. Esta historia, La condena, la he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado. La terrible tensión y la alegría a medida que la historia iba desarrollándose delante de mí, a medida que me iba abriendo paso por sus aguas. Varias veces durante esta noche he soportado su propio peso sobre mis espaldas.”

Esa historia escrita del tirón es para él el paradigma de la escritura. Un acto donde no interviene la razón, sino la visión. Narra la relación, aparentemente cordial, de un padre ya jubilado y su hijo, que mantiene correspondencia con un amigo que se marchó del país y al que le cuenta las cosas de manera parcial, para no parecer presuntuoso, o eso se dice a sí mismo. Todo acaba de manera… digamos que abrupta. Los especialistas llevan cien años tratando de decodificar esas páginas y hay tesis explicando qué es La condena que tienen veinte veces más páginas que La condena. Siempre hay que desconfiar cuando las explicaciones del chiste son más largas que este. Muchos de esos especialistas se podían haber ahorrado años de indagación y gasto de tribunales de tesis. En una carta que Kafka le envía a su prometida (con la que nunca se casará), Felice Bauer, ella le pregunta qué demonios ha querido explicar en La condena con ese final tan radical. En una carta de junio de 1913 le da la respuesta que han buscado infructuosamente los expertos: “La condena no se puede explicar”.

Si Kafka hubiese acudido a una academia de escritura creativa, el profesor lo habría suspendido. Lo habrían echado por inepto. Quizá con la excepción de La metamorfosis (que ahora hay que llamar La transformación), la estructura de muchos de sus relatos y novelas es vaga, no hay un conflicto claro, todo está como deshilachado. Lees El proceso y te pasas dando vueltas con Josef K como un trompo porque él no entiende, y el lector tampoco, de qué se le acusa; a veces la acusación parece grave, otras no tanto. No se sabe muy bien qué clase de tribunales son esos, metidos en edificios de portales destartalados.

Sucede aún más con El castillo, donde otro de la estirpe de los K —ese es su nombre, sin más— llega a una población tras un largo viaje para trabajar en el castillo que se alza como una presencia opresiva sobre los habitantes del villorrio. Viene a ocupar el puesto de agrimensor pero, en la posada donde llega de noche, recelan. En el castillo parece que no han solicitado ningún agrimensor. No está claro si las autoridades del castillo han solicitado su presencia, podría haber sido un malentendido, pero eso implicaría un error en la administración del castillo, y eso es imposible. Doscientas páginas después, K sigue tratando de ser recibido por alguna autoridad, trata de llegar hasta la puerta del castillo y no llega, se atrinchera en la posada, tiene algunas relaciones con la gente del lugar, casi siempre recelosa. Trescientas páginas después, seguimos ahí, estancados, hundiéndonos en esa opresiva incertidumbre. Y quedan todavía doscientas páginas más. A veces te dan ganas de tirar el libro por la ventana. Pero no lo tiras, sigues ahí, girando con K, hipnotizado por esa narración obsesiva que te ha atrapado en su torbellino de desagüe. Kafka ya estaba peor de su tuberculosis y sus problemas nerviosos cuando empezó la novela; de hecho, la empezó a escribir en un balneario de montaña al que había ido a recuperarse. Nunca terminó las andanzas de K y El castillo es una novela sin final, aunque tampoco se nota. La diferencia entre sus relatos y los de un autor mediocre o simplemente eficiente es que, en los de estos, cuando llegas a la última página y cierras el libro, la historia ha terminado. Los libros de Kafka se quedan durante años en tu cabeza rebotando y aporreando de un lado a otro de la consciencia como esas bolas de acero de las maquinas del milloncete. Y, en cada golpeo, algo se ilumina.

Los investigadores médicos Antonio Perciaccante y Alessia Coralli publicaron hace poco en la revista The Lancet Neurology un artículo sobre el efecto del insomnio y la parasomnia en la obra creativa de Kafka.  Entre sus observaciones, Perciaccante y Coralli se detienen en el efecto un tanto hipnótico o alucinatorio que la privación de sueño pudo generar en Kafka, el mismo que se transformó en algunas de las “visiones” que pueblan sus escritos. Él afirmaba en su diario que “el único sentido que tiene para mí escribir es plasmar en una hoja el ensueño de mi vida interior”.

No debía ser un tipo fácil, aunque en sus diarios muestra más vida social de lo que a menudo se piensa. Y le gustan más las mujeres de lo que a veces se dice. Pero también reconoce su dificultad para relacionarse, especialmente su agobio por la proximidad de la familia. Él mismo, en una carta a su primera prometida, Felice, con ese humor sui géneris que tenía, le cuenta que “a menudo dudo que yo sea un ser humano”. Suspenderá por dos veces el enlace y nunca se casará con ella. El matrimonio le produce alergia. Quizá su relación amorosa más intensa fuese la que mantuvo en la distancia —hasta cierto momento— con Milena Jesenska. Hay que leer la novelización de la vida de Milena que acaba de publicar en la editorial Galaxia Gutenberg, Soy Milena de Praga, de la escritora checo-hispana Monica Zgustová, que de esto sabe y mucho.

En un encuentro con otros escritores y artistas en un café de Praga, Kafka vio fugazmente a Milena Jesenska, casada con un conocido suyo, Ernst Pollak, con el que vivía en Viena en un matrimonio no muy cohesionado, por decirlo de manera elíptica. Milena se convirtió en su traductora al checo (los judíos checos como Kafka tenían como primera lengua el alemán) y se empezó a cartear con ella. La publicación de las Cartas a Milena— una de las traiciones testamentarias de Max Brod— nos muestra cómo ese hombre aparentemente gélido se enamoró de esa mujer inteligente e independiente con pasión adolescente. Tras meses de una correspondencia llena de complicidad, ella lo animó a encontrarse en persona en Viena y él le iba dando largas, preocupado porque el encuentro físico contaminara la perfección de su relación por carta. Finalmente, viajó a Viena y se encontraron. Kafka sentía una mezcla de atracción y aprensión hacia las relaciones sexuales, pero Milena Jesenska seguramente fue la única persona que entendió realmente bien a aquel hombre en guerra permanente contra sus propios miedos. Ella le descubrió que el sexo podía ser algo hermoso. Ese hombre enfermo y eternamente atormentado que fue Kafka pasó en Viena con Milena los cuatro días más felices de su vida. Han pasado cien años, pero los libros de Kafka siguen despiertos en un insomnio muy lúcido.

Aforismos (o anti-aforismos) kafkianos

En este centenario de la muerte de Franz Kafka hemos seleccionado unos pocos aforismos procedentes de la nueva edición de Carmen Gauger y Adan Kovacsis, que ha publicado Alianza Editorial.

+ ¿Qué llevo sobre los hombros? ¿Qué fantasmas me envuelven como una capa?

+ Una jaula salió a capturar un pájaro.

+ Cierta persona se asombraba de la facilidad con que recorría el camino de la eternidad; en efecto: bajaba en picado por él.

+ El Mesías vendrá cuando ya no se le necesite, vendrá después de su venida, no vendrá el último día, sino después (del último día).

+ El bosque y el río: pasaban flotando a mi lado, mientras yo flotaba en el agua.

+ El lamento: Si voy a ser eterno ¿cómo seré mañana?

+ No todo el mundo puede ver la verdad, pero puede serla.