James Ellroy, una carta de amor al pasado

No, James Ellroy no se ha pasado a la novela romántica. Sigue siendo ese tipo que ladra dentro y fuera de las novelas. Pero en “Los seductores”, bajo varias toneladas de sordidez, cinismo y falso glamour, destapa también cierta ternura. Tratándose de Ellroy, es un logro.

Texto: Pere Sureda Foto: Lisa Stafford

 

Conocí la obra de James Ellroy hace cuarenta años en la magnífica colección Etiqueta Negra dirigida por Paco Ignacio Taibo II y publicada por Ediciones Júcar del poco apreciado y gran descubridor de talentos, Silverio Cañada. Editor de raza, arruinado por ella. Pero ese es otro cuento.

Fue con la llamada Trilogía de Lloyd Hopkins compuesta por Sangre en la luna, A causa de la noche y La colina de los suicidas, todas ellas publicadas entre 1984 y 1985 en español. Me impresionó y aún recuerdo el excelente manejo de las pausas entre la violencia y el silencio. Y descubrí que había otra forma de escribir novelas policíacas, diferente a Chandler, Hammett o Ross McDonald. Devoré las tres. Y debo decir que lamento que nunca se hayan reeditado, además de no entender por qué. El pasado siempre regresa, dicen. Probablemente James Ellroy viva en ese pasado.

Posteriormente, lo conocí en persona cuando era editor de Ediciones B, con la publicación de Cuarteto de Los Ángeles, El gran desierto y la recuperación de La Dalia Negra. Vino a visitarnos a España varias veces. Recuerdo con exactitud fotográfica su presencia física imponente -un tipo muy grande-, que resultaba absolutamente seductora.

Hay una escena que tengo clavada. James Ellroy camina por Via Laietana junto con el añorado escritor Enrique de Hériz; era un atardecer. Unos pasos más atrás que nosotros, aparentemente ajeno a su presencia, un perro abandonado olisquea un contenedor de basuras. De pronto, el escritor detiene su paso, interrumpe la conversación y, casi como si también olisqueara algo, se da la vuelta. Tarda poco en descubrir al perro, que ha abandonado ya su cena de sobras humanas y lo mira fijamente, como se mira al viejo conocido que reaparece de repente en una esquina de nuestra vida. Ellroy se acerca, agacha su muy imponente figura, toma en su manaza las mandíbulas del perro y las acerca a su cara. Se miran a los ojos. Al cabo de un rato extrañamente largo, le pasa la otra mano por el lomo un par de veces y, con un tono más sedante que juguetón, le dice: “Yes, yeeees. Yes, baby, yes.” Me sentí un lector privilegiado, y un editor extasiado.

No me extenderé en la manera en que el propio Ellroy relataba a su mujer el encuentro con el perro con un lenguaje de gruñidos. No he sabido o podido resistir el asalto de esa y muchas más fotografías de ese escritor que me fascina desde hace tantos años al abrir su última novela, Los seductores.

Intelectual frustrada, víctima del patriarcado de Hollywood, la actriz de método por excelencia, Marilyn Monroe ha sido recreada de muchas maneras en los últimos años. Las generaciones más jóvenes tal vez la conozcan más como un mito trágico, que como una estrella de cine. Para algunos espectadores, incluso la Monroe más sutil de Niágara, Río sin retorno y Vidas rebeldes, Con faldas y a lo loco, La tentación vive arriba, Los caballeros las prefieren rubias, entre otras de sus estelares actuaciones está en tela de juicio. Sería justo decir que su legado siempre sobrevuela el filo de la navaja.

Los Seductores llega para poner ese legado de nuevo donde solía estar: en la zona de perversión, las insinuaciones, el sexo, los chismes y el escándalo. Ellroy no es Joyce Carol Oates, que quiere recuperar a Monroe como un icono feminista. En lugar de eso, utiliza su repentina muerte en 1962 y el misterio que la rodea para evocar un Los Ángeles exento de glamour, sin complejos y con una codicia impenitente: ese lado oscuro de Camelot (sucursal de la Costa Oeste).

Creo que es por el lenguaje la principal razón por la que recurrimos a Ellroy. Y hay que agradecer a sus primeros traductores tanto como al actual su excelente trabajo. Porque ningún otro escritor vivo puede lograr el argot callejero de la baja sociedad estadounidense de mediados de siglo.

Ellroy te mete en la misma habitación que las mujeres drogadas que se tragan pastillas y los pervertidos sexuales que huelen bragas. Sus frases retóricas pueden resultar monótonas, pero en el peor de los casos su estilo es poderoso y adecuado para los borrachos, los chulos y los matones que pueblan su ficción. Y en Los Seductores hay una gran nómina de personajes tanto reales como inventados. De los primeros, además de Monroe, conocemos a JFK, Bobby Kennedy, su hermana Patricia y su marido Peter Lawford; Jimmy Hoffa, Liz Taylor y su exmarido Eddie Fisher, el productor Darryl Zanuck y el futuro jefe de policía de Los Ángeles Daryl Gates. Es un placer ver a Ellroy manipular a estas famosas figuras. También a otras que brillan menos: sus “capuchas” (referencia velada al colectivo homosexual), prostitutas y «sombreros», como se llama a la unidad de robos del LAPD, proliferan por las páginas.

Pero el desarrollo de los personajes no es exactamente el objetivo. Los Seductores es más un engranaje en movimiento perpetuo en que los secretos y las debilidades de sus vidas sirven como combustible para los esfuerzos de su narrador, Freddy Otash, el detective que tiene que vigilar a esta colección de “demonios”. Otash, que ha aparecido con frecuencia en la ficción de Ellroy, fue un detective de Hollywood en la vida real, un expolicía y fisgón de la prensa sensacionalista que, según se cuenta, fue el modelo para Jake Gittes, el personaje de Jack Nicholson en Chinatown. Al comienzo de la novela es un detective privado, pero pronto lo reclutan para el Departamento de Policía de Los Ángeles.

Desde el momento en que Ellroy publicó La Dalia Negra, se comprometió a escribir novelas policiales históricas; antes de eso, escribía con un entorno contemporáneo. Así que sus novelas están pobladas de personajes reales y pocas veces es amable con ellos. John F. Kennedy y Bobby Kennedy aparecen también y Ellroy parece odiarlos. No sé si diría que odia a Marilyn Monroe, pero ciertamente no se cree su misticismo y no la considera víctima de la misoginia, especialmente la de Hollywood, como muchos hacen.

La trama realmente arranca con la muerte de Marilyn Monroe. Es su muerte, su vida, sus vicios y su extraña psicología (en la versión de Elrroy) lo que lo impulsa todo. Aunque al final ella sea menos una protagonista de las oscuras circunstancias y los aspectos ocultos de su vida que una herramienta de pervertidos violentos, traficantes de drogas y psicólogos desagradables. Por supuesto, eso no significa que cualquier devoto de Monroe y/o su leyenda piense, mientras lee Los Seductores, que Ellroy ha hecho lo correcto por ella.

Freddy Otash es un tipo que se ha ganado, por su visión cínica de la humanidad en general y Los Ángeles, en particular, su lugar en el mundo de Ellroy. Mientras investiga la muerte de Monroe se pregunta por qué ella era tan importante para legiones de fanáticos, cuando él mismo no se sentía particularmente atraído por ella sexualmente y ni siquiera la consideraba buena actriz. Esto puede irritar a muchos lectores, lo cual entiendo. Mis propios sentimientos hacia Marilyn Monroe son mucho más amables, pero la “versión Ellroy” no me ha molestado en absoluto. Este es James Ellroy. Compras tu billete y te arriesgas.

Hablando de odio, Ellroy –aunque es un escritor que ha tomado mucho del cine negro clásico y un fanático declarado de ciertos actores, especialmente Sterling Hayden– realmente parece odiar Hollywood, lo cual es completamente comprensible. Esto también significa que entre las figuras históricas que aparecen en Los Seductores hay algunos personajes notables de Hollywood. Peter Lawford, por ejemplo, o Darryl Zanuck, quien está vinculado a la secuestrada Gwen Perloff, y a quien Ellroy retrata de una forma bastante cruda. Por otro lado, Roddy McDowall, que funciona aquí como alguien que conoce todos los chismes de Hollywood, sale bastante bien parado. En un momento Freddy Otash incluso dice que le gusta McDowall. Ese tipo de sentimiento cálido es casi inaudito en Ellroy. Pero no en esta novela. He ahí una de las claves de su evolución literaria. Ahora escribe y describe con más ternura. Sus personajes son más poliédricos. En sus matices amplía el campo de visión y nos recuerda que en esta vida, además de dolor hay amabilidad y, a veces, buenos sentimientos.

La muerte de Marilyn Monroe ha alcanzado el estatus de mito, y la interpretación que Ellroy hace de ella es a la vez una magnífica novela policial sobre la ciudad de la que siempre ha escrito, una carta de amor a una época muy diferente a la actual, y una narración que garantiza que sus novelas quedarán como el legado de un Gran Escritor Americano.

Lean a James Ellroy, déjense seducir por su lenguaje.