Irene Solà se asoma a la oscuridad y vuelve a salir vencedora
“Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres/Te di ojos y miraste las tinieblas”, de Irene Solà, un retablo apocalíptico de espíritu medieval que vuelve a traslucir un profundo y contagioso amor por la narración oral y por la cultura, historia, sociedad y cocina catalanas.
Texto: Milo J. KRMPOTIC Foto: Alex GARCIA
272 habitantes contaba el año pasado Malla, la localidad de la Plana de Vic en la que vino al mundo Irene Solà, uno de los fenómenos más notables de las letras catalanas recientes. 272 habitantes en un pueblo agrícola y ganadero establecido en torno a más de sesenta masías dispersas y con una densidad de población de 24,7 personas por kilómetro cuadrado. Lo que vienen a decir estos datos eminentemente wikipédicos es que Malla, tan llana y solitaria, pero también tan afín a los trampantojos de la niebla, se presta a que la imaginación desatada proceda a apilar cosas y vaya rellenando sus costuras: unas montañas y la historia que las ha transitado por aquí, los manjares de la tierra y los placeres de la carne por allá, y, entre medio, una andanada de ambiciones y venganzas, maldiciones y secretos, animales salvajes y cazadores más salvajes incluso, ninfas y fantasmas, brujas y bandoleros, la podredumbre y la enfermedad, espíritus y demonios, carros sin caballos y espejos rectangulares que no reflejan lo que tienen delante, sino lo que llevan dentro…
Si bien Canto jo i la muntanya balla/Canto yo y la montaña baila no fue la ópera prima narrativa de Solà, ya que antes había publicado Els dics/Los diques (premio Documenta para autores menores de 35 años en 2017), Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres/Te di ojos y miraste las tinieblas tiene bastante de reválida a causa del éxito de su antecesora, que obtuvo el premio Anagrama de novela en catalán 2019 y recibió uno de los galardones de literatura de la Unión Europea en 2020 (el primero para una obra escrita en la lengua de Verdaguer) y fue la novela catalana más prestada de 2021 en las bibliotecas de Barcelona y dio pie a una obra de teatro y… Sin la menor vacilación, Solà opta aquí por seguir unos parámetros similares y, a la vez, redobla la apuesta con una saga familiar barroca y ecléctica, a medio camino entre la fábula y el realismo, centrada en un caserío de las Guilleries, Mas Clavell, donde el presente y el pasado vamos a decir que mítico se cruzan de manera similar a lo que presentó John Banville en Los infinitos.
La confluencia entre linaje y magia invita a pensar también en Cien años de soledad, aunque seguramente Solà habrá tenido más en cuenta las sagas de los islandeses (residió un tiempo en Reikiavik; también en Brighton y en Londres, ciudades en las que concibió sus novelas anteriores). Pero, más allá de referentes propios y ajenos, Et vaig donar ulls… es un retablo apocalíptico de espíritu medieval que vuelve a traslucir un profundo y contagioso amor por la narración oral, con esa sucesión de anécdotas e historias que se van engarzando sin descanso, y por la cultura, historia, sociedad y cocina catalanas, aderezado con una riqueza de vocabulario, un sentido del ritmo y una seguridad en la regurgitación de las fuentes que invitan a desmentir la edad de la autora. Quizá Solà tenga 33 años, pero la sabiduría de sus libros es centenaria.
Así comienza:
«Llegamos con las tripas llenas. Doloridas. El vientre negro, cargado de agua oscura y fría, y de rayos y truenos. Veníamos del mar, de otras montañas y de toda clase de sitios, y habíamos visto toda clase de cosas. Rascábamos la piedra de las cimas como la sal, para que no creciera ni la mala hierba. Elegíamos el color de las crestas y el de los campos, el brillo de los ríos y el de los ojos que miran al cielo. Cuando los animales nos vieron llegar se acurrucaron en lo más profundo de las madrigueras, unos encogieron el pescuezo y otros levantaron el hocico para captar el olor a tierra mojada que se acercaba. Lo cubrimos todo como una manta. Los robles y los bojes, los abedules y los abetos. Chsss. Y todos guardaron silencio porque éramos un techo severo que decidía sobre la tranquilidad y la felicidad de tener el espíritu seco.
Después de llegar, después de la calma y de la presión, después de acorralar el aire suave contra el suelo, disparamos el primer rayo. ¡Bang! Qué alivio. Y los caracoles, enroscados en su solitaria casa, se estremecieron sin dioses ni oraciones, sabiendo que si no morían ahogados saldrían redimidos a respirar la humedad. Y entonces derramamos el agua a gotas inmensas, como monedas sobre la tierra, la hierba y las piedras, y el trueno estremecedor resonó en la cavidad torácica de todos los animales. Fue en ese momento cuando el hombre dijo cagüen diez. Lo dijo en voz alta porque cuando uno está solo no hace falta pensar en silencio. Cagüen diez, inútil, te ha pillado la tormenta. Y nosotras nos reímos, ju, ju, ju, ju, mientras le mojábamos la cabeza y nuestra agua se le colaba por el cuello de la camisa y le caía por el hombro y los lomos, y nuestras gotitas eran frías y le despertaban el mal humor».