Ha muerto el estilo. Ha muerto Martin Amis

El sábado 20 de mayo falleció Martin Amis a los 73 años. 

 

Texto Milo J. KRMPOTIC  fotos Ivo KRMPOTIC

 

En una fría mañana del invierno londinense de 2002, me dirigí al teléfono público del YMCA en el que me alojaba, consulté la libreta con las notas de aquel viaje relámpago y marqué el número que allí tenía anotado. Pedí por Martin Amis y, tras unos segundos de espera, le confesé al que era (y sigue siendo) uno de mis tres o cuatro ídolos literarios que acababa de darme cuenta de que existían en la capital dos calles con el nombre de la que me había proporcionado Anagrama, y que si la suya era la opción inesperada y remota, allá por la zona 5 o 6, como quien dice más cerca de Newcastle que del Big Ben, me sería imposible llegar a la hora acordada. Con voz seca, pues no en vano acababa de interrumpir su sesión de escritura, Amis se limitó a remarcar su código postal (de zona 1, alabado fuera Samuel Johnson) y me despidió hasta una hora más tarde.

 

Fue la segunda de las cuatro veces que le vi en vivo, la primera de mis dos visitas a su domicilio y también la primera de las dos veces que le entrevisté. En aquella ocasión, Amis se presentó vestido de entrecasa, con zapatillas de deporte blancas y un chándal de color azul que había vivido tiempos mejores. Algo que, en realidad, no dejaba de formar parte de la representación: no tuvo el menor problema en que se le retratara de esa guisa porque el mensaje decía que, cuando trabajaba, Amis no tenía tiempo para tonterías como peinarse o arreglarse un poco. Siempre me sorprendió la fragilidad que transmitía su físico enjuto, el ligero temblor de sus manos, pero su mente era un superordenador que controlaba todos los elementos de la ecuación, ansioso por generar sus propios malentendidos y así, quizá, esquivar las dentelladas de una prensa que venía fijándose en él desde antes de que viniera al mundo y que había magnificado en términos de escándalo nacional cualquier desencuentro vital que le tuviera como protagonista, desde el divorcio hasta su dentadura.

 

A Martin Amis le gustaba pasarse por el pub del barrio para tomarse una pinta y jugar a los dardos, como a cualquier hijo de vecino nacido al otro lado del Canal. A la vez, era muy consciente de la sangre azul que corría por sus venas literarias, siendo, como era, hijo del Angry Young Man Kingsley Amis. A la vez bis, no dejaba escapar una sola oportunidad de reivindicar que todo lo que había logrado lo debía a su propio genio y a su propio trabajo, aupado en ese cruyffismo de las letras que apunta al estilo por encima de cualquier otra cosa. De hecho, tenía bastantes puntos en común con Javier Marías, así que no deja de ser irónico (y desolador) que los dos nos hayan dejado en un plazo de tan pocos meses.

 

Amis era una sucesión de contradicciones, pero también tenía también un lado gamberro. ¿Se puede escribir con Bellow y Nabokov entre ceja y ceja, y rebajarse a hablar de las cuestiones más urbanas y mundanas, por no decir inmundas? Esos referentes y esos temas hicieron que la prensa de las islas se sintiera más cómoda metiéndole antes en el saco generacional USA de Bret Easton Ellis y Jay MacInerney que en aquel que de veras le correspondía: el de sus compatriotas (y a veces amigos, y a veces enemigos) Julian Barnes, Kazuo Ishiguro, Ian McEwan, Graham Swift, Hanif Kureishi, Salman Rushdie… E, incluso cuando se le reconoció esa fraternidad, Amis siguió siendo el patito feo. Para el Establishment literario, su humor era menos sutil y elaborado que el de Barnes; sus historias, menos dramáticas que las de McEwan, y carecían de la proyección étnica de las de Rushdie, o del retrato social de Kureishi. Etc.

 

Es un caso tremendo de miopía porque, además de esos títulos desprejuiciados y divertidísimos y favoritos del público (su debut con El libro de Rachel, Dinero, Éxito… muchas veces a vueltas con el tema del fracaso como contrapunto a los excesos neoliberales de la Inglaterra de Thatcher y los Estados Unidos de Reagan —y con esto vengo a decir que tenían su chicha sociológica y moral), Amis se apropió de la novela de género (Campos de Londres, Tren nocturno), supo ser experimental (La flecha del tiempo), renovó el género autobiográfico (la monumental Experiencia, la reciente Desde dentro) y explicó los peores momentos del siglo XX desde ensayos muy particulares (Koba el temible) y con alguna que otra novela incómoda, de esas que invitan a pensar más allá de los conceptos asumidos (el gulag en La casa de los encuentros, Auschwitz en La zona de interés), por no hablar de su corpus crítico-teórico (La guerra contra el cliché). El Nobel es el Nobel y siempre se las trae, pero clama al cielo que Amis se haya ido a la tumba sin un solo premio Booker o Whitbread/Costa en su haber.

 

Experiencia, el motivo de mi viaje a Londres de aquel invierno de 2002, sí obtuvo al menos el James Tait, posiblemente el galardón de biografía más importante del Reino Unido. Pese al carácter diverso y siempre ambicioso de la obra amisiana, el encuentro que ese título concreto ampara entre estilo y repaso vital quizá represente el mejor agujero de gusano para aproximarnos a Martin Amis. Se puede consultar lo que escribí al respecto, tras aquella charla en el domicilio Amis-Fonseca, en una triple entrega: aquí, aquí y aquí. Y aquí, esta vez en un todo, el recuento de mi regreso al lugar del crimen, siete años después. El escritor que comenzó su carrera literaria siendo “el hijo de Kingsley”, el escritor que a base de clase y chulería e ironía e inteligencia y no pocas contradicciones acabó convirtiendo a Sir Kingsley en “el padre de Martin”, falleció el sábado, a los 73 años de edad, a causa de un cáncer de esófago. DEP.