Guadalupe Nettel: “No pienso que la literatura deba dar respuestas»
Guadalupe Nettel publica el libro de relatos «Los divagantes» (Anagrama).
Texto: Carlos LURIA Foto: Asís G. AYERBE
Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) pertenece a la categoría de escritores que podrían ser un personaje. O de los que son, definitivamente, un personaje. Véase unas líneas más abajo cómo se inició en el arte de contar cosas. Traducida a más de veinte lenguas, Premio Herralde con Después del invierno, finalista del Booker con La hija única, Nettel es una de las autoras latinoamericanas más originales, audaces y sofisticadas, tres características que plasma tanto en sus novelas como en sus cuentos. Acaba de publicar en Anagrama Los divagantes, una serie de relatos en los que posa la agudeza de su mirada sobre las grietas que se abren en la superficie de las miradas, de las familias y del mundo. Con un tono pausado, suavemente acentuado, trufado de risas, Guadalupe nos desgranó las peculiaridades que la convierten en un caso único.
Bienvenidos al Caso Nettel.
La figura del albatros divagante, ese ave enorme y majestuosa que se desorienta y pierde el rumbo, es muy potente. En España nos hemos de conformar con las gaviotas.
El albatros pertenece al hemisferio sur, y siempre me ha interesado. Baudelaire y Coleridge tienen poemas maravillosos sobre él. Para Baudelaire el albatros es el rey de lo azul. Es majestuoso, elegante, vuela con muchísima gracia… Recorre unas distancias alucinantes con sus enormes alas, porque no necesita aletear. Los albatros planean. Planean incluso dormidos. Tienen unas rutas que aprovechan las corrientes de aire. Pero cuando toca tierra el albatros es súper torpe, muy patoso. Para Baudelaire esa era la imagen del poeta, que puede escribir versos y metáforas increíbles pero que no sabe qué hacer con la vida ordinaria, con el día a día. Borges era así, por ejemplo. Dicen que no sabía atarse los cordones de los zapatos, que no sabía ni freírse un huevo. Me gusta mucho esa ambivalencia: ser un virtuoso en algunas cosas y un inepto para otras.
Su libro es casi una galería de divagantes…
Porque no tenemos idea del rumbo que debemos seguir. Pensemos en el siglo 20. Había ideologías claras. Nosotros, en cambio, estamos bien desubicados, y la idea del progreso, de los avances tecnológicos y del consumo no nos ha llevado a ningún lugar, Tenemos el cambio climático encima y no sabemos ni qué hacer.
“Conservo recuerdos antiguos de un tiempo en el que aún nevaba en invierno. Mis hermanos y yo salíamos al parque a divertirnos. Hemos empezado a dudar de esos recuerdos”. Lo dice uno de sus protagonistas.
Sí. Estamos instalados en una tremenda crisis, en la idea de que nosotros no tomamos ninguna decisión, no tenemos control de nada, es esa sensación de impotencia gigante respecto al derrumbe del mundo.
En México, su país, esa impotencia es especialmente dramática. Usted ha dicho que ahí el feminismo aún está en la fase de “dejen de matarnos, por favor”.
Eso es el feminismo mexicano ahora mismo. Pedir que no nos maten. Es conmovedor ver las manifestaciones en la plaza del Zócalo, ríos de mujeres vestidas de morado. En las últimas protegieron con unas vallas negras el Palacio Nacional, y la valla apareció toda escrita en blanco con los nombres de las mujeres que habían matado en México.
Miles.
Decenas de miles, centenas de miles. Once diarias desde hace décadas. Pero ya no solo en el norte, como narraba Bolaño. Ahora ya no es un problema del narcotráfico, es un problema de toda la sociedad.
Usted lo abordó en su novela La hija única, basada en la historia de una amiga.
Exacto.
¿Los cuentos de Los divagantes también tienen un origen parecido?
Pues salen de todas partes, en realidad. Por ejemplo, Un bosque bajo la tierra: yo viví en una quinta planta y en el jardín de una casita cercana había un árbol que estaba seco, pensé que se iba a caer sobre los cables de luz, llamé al Ayuntamiento y me dijeron que no podían hacer nada porque estaba dentro de una propiedad privada. Y entonces me pregunté: ¿por qué esa familia no quiere tirar ese árbol seco? ¿Qué representa para ellos? ¿Por qué le defienden?
“En el jardín de mis padres vivió durante muchos años una araucaria descomunal”, dice la narradora de Un bosque bajo la tierra. “Yo la veía como el abuelo que nunca tuve, o en todo caso como a un ser protector. Los árboles como ése viven más de mil años”.
Hay un bosque en Ohio que se llama El Pando. Hay muchos árboles, pero los biólogos concluyeron que en realidad era un solo individuo, y que todos esos árboles tenían una sola conciencia. Eso me parece fascinante. Creo que nos falta muchísimo por aprender de las plantas. Los árboles son muy solidarios y sofisticados. Por ejemplo, se avisan si viene un incendio a través de unos compuestos volátiles.
En sus libros usted plantea muchas preguntas y casi ninguna respuesta. ¿Es una estrategia premeditada?
No pienso que la literatura deba dar respuestas. Tanto las novelas como los cuentos deben plantear muchas preguntas y a partir de ahí el lector que empiece a reflexionar acerca de sus propias respuestas. No hay una sola respuesta.
El tema de la pandemia, que no va precisamente sobrado de respuestas, aparece en dos de los cuentos de Los divagantes: Jugar con fuego y El sopor. Este último es una cruel distopía en que la población está permanentemente confinada. “Cada día quiero dormir más, golosamente, no porque lo necesite sino porque los sueños son lo más interesante que sucede en mi vida”, asegura la protagonista.
Es natural. Durmiendo es cuando les pasan cosas interesantes, no tienen que ver a la misma gente todo el tiempo, pueden ir al mar, pueden escalar montañas, ver a los amigos… Pueden ser libres.
¿Por qué ha dado ese protagonismo a un asunto que mucha gente prefiere olvidar o cree que es mejor olvidar?
Porque eran cuentos que surgieron durante la pandemia, y porque a mí me parece importante seguir hablando del tema aunque, en efecto, no tengamos las respuestas. La pandemia nos marcó definitivamente. Para mí, en mi vida personal marcó un antes y un después.
¿En qué sentido?
Durante el confinamiento sentía como si me hubieran metido dentro de una centrifugadora de preguntas acerca de la sociedad, el rumbo que estaba tomando el mundo, el control que tenían los estados sobre las poblaciones, el miedo… Nosotros estábamos en México, y mis dos hijos tardaron más de un año en volver a pisar el colegio. Y de ahí salí con una sensación de mucha fragilidad y vulnerabilidad. Hubo tantos muertos. Una locura.
¿La pandemia le hizo mejor o peor persona?
(Ríe) No tengo ni idea.
¿Y mejor o peor escritora?
¡Tampoco! Es que fue un período de mucha incertidumbre también respecto a la escritura. Acababa de terminar La hija única y pensé que con tanto tiempo libre iba a poder escribir mucho, pero en realidad fue una época muy árida en ese sentido. Pude leer pero no escribir, y lo poco que escribía no me gustaba, me parecía que era inadecuado, que no era verdadero.
A mucha gente le salvó ver de cabo a rabo Juego de Tronos.
(Ríe) Qué buena idea. Es una serie larguísima e interesantísima. Yo la he empezado a ver.
En una novela de 2011, El cuerpo en que nací, usted habla de la discapacidad de su ojo derecho, que marcó buena parte de su infancia. ¿Cree en la escritura como terapia?
No escribo por eso, pero es cierto que la escritura funciona como terapia. Verás, a mí en la escuela los otros niños me hacían bullying por el tema del ojo. Entonces me puse a escribir como una especie de venganza secreta, una revancha. Un día la maestra me obligó a leer todo lo que llevaba escrito en esos cuadernos y yo pensé que no iba a salir viva de allí. Me van a matar, me decía, porque en esos cuentos a los niños que se burlaban de mí les pasaban cosas horribles, maldiciones de la momia, naufragios, todo eso. Pero después de leer los cuentos esos niños no solo no me odiaron, sino que estaban fascinados de ser protagonistas de todas esas aventuras. Y eso que eran tragedias horribles. Pero ellos felices de estar ahí. Y los que no se burlaban de mí vinieron a pedirme que les pusiera también en los cuentos, me decían “ay, por qué no me has puesto a mí?” (Ríe).
¿Qué edad tenía?
Como siete años. A partir de entonces adquirí un lugar en la pequeña sociedad de la escuela. Era la que contaba las historias. Y ya la gente quería ser mi amiga. Al final, la profesora me hizo un favor.
En una entrevista contaba que años más tarde usted experimentó algo parecido a lo de sus compañeros de colegio: la certeza de que un libro hablaba de usted.
Sí. Yo viví muchos años con mi abuela. La adoraba, pero nuestros dos caracteres chocaban continuamente. Hasta que un día, cuando yo tenía unos diez años, leí el cuento de García Márquez La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada y me sentí totalmente identificada. Yo quería que mi abuela se muriera, pobre abuela. Y fíjate, duró 107 años. Mi deseo de muerte no duró tanto tiempo. Respecto al cuento de García Márquez, sentí como que alguien me entendía, que el libro me entendía, que se permitía hablar de cosas que jamás hubiera confesado ni a mi mejor amiga. Eso fue absoluta magia, ¿no? ¿Cómo era posible que aquel señor colombiano que tenía no sé cuántos años más que yo supiera lo que me estaba pasando? Sentí el poder de la literatura. Y ahí me dije: “Yo quiero hacer eso también”.
Durante su juventud usted estuvo muy implicada en el movimiento zapatista. ¿Qué aprendió de esa experiencia?
Que hay que mirar donde más nos avergüenza. Ellos se referían a México, claro, pero yo lo apliqué a mí misma. Mirar a lo que realmente me causa dolor y quisiera ocultar a todos los demás. Ahí fue cuando encontré mis temas.
El rechazo, la ocultación, la fealdad, el ser diferente… Incluso dentro de una familia.
Exacto. Me propuse reivindicar la belleza del monstruo. Eso fue lo que hice en Pétalos y otras historias incómodas y en El huésped. Reivindicar la belleza disidente, la belleza insólita. No es la belleza simétrica, no es la belleza de la publicidad, no es la belleza del mainstream, digamos. Durante mucho tiempo esa reivindicación de la belleza descolonizada fue mi divisa.
Ya que mencionábamos Juego de Tronos, el personaje más formidable de la serie es un enano…
(Ríe) Sí, sí. Le dicen cosas horribles, al pobre. Es un gran personaje. Roger Caillois, el sociólogo, decía que el monstruo es en realidad un subversivo, subvierte la idea convencional de lo que debe ser. Es como un revolucionario a pesar de él mismo. Y eso me encanta.
“Esa noche acabamos en su habitación. La cama parecía ancha como un cielo despejado y nocturno en el que nos perseguimos el uno al otro, deslizándonos por corrientes vertiginosas de aire tropical. Desperté con dolor de cabeza y la sensación de haber saltado en paracaídas”. Da la sensación, leyendo fragmentos como este, que es usted obsesivamente exigente con su propia escritura.
Eso lo aprendí cuando vivía en Francia, y no sé si es bueno o malo. (Ríe) Soy capaz de reescribir muchísimas veces. Sobre todo los cuentos. Incluso veinte veces. Voy pasando por encima una y otra vez como las… A mí me gusta la idea del pintor de óleo que pone capas sobre capas sobre capas y consigue una profundidad bidimensional. Con la escritura, cuanto más repasas puedes dar más complejidad a los personajes, más profundidad a su psicología, fijarte en pequeños detalles, las estructuras… Por ejemplo Jugar con fuego comenzaba con el incendio, y después me dije que no podía empezar por ahí, que eso debía ser el clímax.
¿Está escribiendo algún tipo de libro nuevo?
(Ríe) Exacto, algún tipo de libro. No sé exactamente qué tipo de libro, pero alguno. Creo que va a ser una novela, porque ya llevo bastantes páginas. Pero la gran tragedia sigue siendo la falta de tiempo. Es la tragedia de mi vida. Mi sensación es que nunca estoy escribiendo. Que nunca me pongo a escribir. Que simplemente ocurre.