Gäel Faye: “El genocidio es el crimen absoluto, ataca la naturaleza de la humanidad”
El cantante y escritor Gäel Faye publica «El Jacarandá» (Salamandra), una novela en la que aborda el legado emocional del genocidio que marcó a Ruanda.
Texto: David Valiente
Se aproxima desde el fondo del pasillo. Con cada zancada, Gäel Faye parece crecer unos centímetros más. Es alto, muy alto. Lleva una chaqueta negra que cae sobre unos hombros delgados; su figura no es recia, pero sus movimientos transmiten una determinación firme, casi milimétrica. “¿Has jugado al baloncesto?” La mueca de hastío es automática. Todos parecen hacerle la misma pregunta. Sí, jugaba de alero —responde con cortesía—. Tengo altura, pero no la fuerza suficiente para ser pívot”.
Faye habla con una voz suave, templada, como si afinara la garganta para cantar. Antes de debutar en el oficio de las bellas letras con su primera novela, Pequeño país, ya era una figura artística reconocida en la esfera francoparlante por sus raps cargados de lirismo y denuncias sociales. Ahora presenta El Jacarandá (Salamandra), una novela en la que aborda el legado emocional del genocidio que marcó a Ruanda, el país de origen de su madre. Un viaje literario por las huellas que dejó el odio sembrado en las colinas, y regado con la sangre de miles de inocentes.
Tanto en sus novelas como en su música se percibe una búsqueda de la dignidad en medio de un ambiente caótico. ¿El arte tiene una función política inevitable?
Por supuesto. Para mí, la política es la forma que los seres humanos tenemos de representar el mundo, la reafirmación de un individuo en el espacio público. Por eso, cuando alguien decide ignorar un tema, está asumiendo también una postura política. Al escribir sobre el genocidio y la reconstrucción de un país, estoy asumiendo una posición en el debate público.
Imagino que para escribir esta novela ha tenido que apelar a la memoria y también documentarse. ¿Cómo es enfrentarse cara a cara al genocidio?
No voy a mentirle: ha sido un proceso pesado. Es difícil metabolizar el dolor de los personajes que arrastran las marcas del genocidio. Pero más difícil aún ha sido escribir la novela en el país donde tuvieron lugar los hechos. Nunca llegas a desconectar, porque sales a la calle y debes afrontar tanto el pasado como los debates que se describen en la novela. Sin embargo, la energía que desprenden mis personajes me ha ayudado a llegar hasta el final. Esa vitalidad es la misma que define ahora a Ruanda, a pesar de lo sucedido.
Por lo que he leído, usted tenía la mismas edad que Milán al comienzo de El Jacarandá— unos doce años—, cuando tuvo lugar el genocidio de Ruanda, Pero, a diferencia del protagonista, usted no se encontraba en Francia, sino en Burundi, país vecino. ¿Cómo vivió el conflicto desde allí?
En Burundi, no se produjo un intento sistemático de exterminar a un grupo étnico. Como ambas etnias estaban equilibradas numéricamente, estalló una guerra civil. En aquellos momentos no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Fue unos años más tarde, tras ver una obra de teatro sobre el genocidio de Ruanda, que empecé a comprender las imágenes que había visto en la televisión siendo un niño. De la sala de ese teatro salí completamente transformado. Por primera vez, desentrañé la historia de mi familia y me di cuenta de que la clasificación entre hutus y tutsis no es una diferencia natural de la sociedad ruandesa y burundesa, sino una invención ideológica derivada del racismo biológico impuesto por los europeos al continente africano.
En la novela, Milán le hace a Eusebie, una amiga de su madre, una pregunta que ahora le traslado a usted: ¿cree en la reconciliación?
Creo en la fuerza simbólica del concepto de reconciliación. Un genocidio arrasa con todas las normas y hace explotar a una sociedad en pedacitos. La palabra ‘reconciliación’ no es más que un proyecto político, una construcción simbólica que marca un horizonte y establece un camino a seguir, muy parecido a lo que hicieron los franceses con su ‘libertad’, ‘igualdad’ y ‘fraternidad’. Como ciudadano ruandés, creo en un proyecto con vocación reconciliadora, pero, como artista, no puedo ignorar que el término no abarca todas las dimensiones del carácter individual humano. Una persona no se levanta por las mañanas, se mira al espejo y dice: ‘hoy me voy a reconciliar con mi vecino’. Lo que hace es tomarse su café, subirse al autobús y sentarse al lado del potencial asesino de sus familiares. Es ahí cuando se plantea si aceptar o no la idea de la reconciliación. Sí lo hace, asume convivir con el verdugo de sus seres queridos. Y esta tesitura, créame, se siente de manera tangible. Por eso, mi literatura es una manera de contar las sensaciones del cuerpo. En esto reside su fortaleza.
Entonces, ¿el genocidio también es un concepto abstracto?
Exacto. Esto se debe a la falta de consenso en su definición y al debate abierto sobre su contenido. El término ‘genocidio’ pertenece al campo jurídico y que puede cubrir multitud de realidades. Es una palabra que antes de 1994 no formaba parte del lenguaje común en Ruanda. Una vez escuché a un superviviente decir que el genocidio es el ser humano suplantando a Dios, pues elimina a una parte de la humanidad por su esencia, por ser ellos mismos. De ahí que digan que el genocidio es el crimen absoluto. No es una historia que afecte en exclusiva a los judíos, a los armenios o a los ruandeses, sino que ataca la naturaleza de la humanidad.
Una historia que, así lo entiendo, se debería contar. ¿Qué valor tiene para una sociedad con heridas abiertas que la historia se cuente?
La comprensión del genocidio pasa por un análisis de sus raíces ideológicas. En mi novela, la abuela y la madre de Milan experimentaron lo que significa vivir en una sociedad fragmentada y enfrentada. Sin embargo, Rosalie, una anciana de más de cien años, conoció la Ruanda precolonial, y su mente permanece anclada en una sociedad que, a pesar de sus guerras, no estaba dividida entre hutus y tutsis. Ella representa la raíz de la jacarandá, transmitiendo sus historias a las nuevas generaciones que han crecido sin conocer el odio étnico. Stella hereda la memoria de su abuela y simboliza las flores que brotan en la copa del árbol, libres del sufrimiento que oprime a sus progenitores.
¿Cree que el pueblo ruandés ha conseguido una reconciliación real?
No creo que ninguna sociedad pueda alcanzar una reconciliación total. Siempre habrá posturas ideológicas distintas, choques políticos o intereses personales que lo impidan. Sin embargo, los jóvenes ruandeses han conocido un país con un alto grado de coexistencia pacífica; jamás han escuchado un disparo, y eso, en sí mismo, ya es significativo si tenemos en cuenta los niveles de violencia de la región de los Grandes Lagos. Mi generación— como también la de mis padres y la de mis abuelos— ha sufrido el exilio, el estrés de los arrestos indiscriminados, las persecuciones; pero mis hijas viven una realidad muy diferente en la que pueden disfrutar de la inocencia y crecer con la inocencia de cualquier adolescente francesa. Ahora somos unos privilegiados, aunque debemos tener presente que los derechos conquistados pueden perderse, si no seguimos luchando y transmitiendo a nuestros descendientes la cultura de la convivencia, la paz y la reconciliación.
Justo aquí quería llegar: seguir luchando por lo conseguido en ningún otro lugar parece más vital que en Ruanda. La estabilidad es frágil y depende, si acaso, de su actual presidente, Paul Kagame.
Sin duda es uno de los mayores interrogantes: cómo será Ruanda después de Kagame. El presidente ruandés es uno de los artesanos de la estabilidad y la unidad nacional. Pero, aunque lo presenten así, se exagera al atribuirle un protagonismo excesivo. La sociedad ha trabajado duro para sacar al país del pozo. No fue un ‘milagro’ como suelen decir. Me molesta que empleen esta palabra cuando se refieren al resurgir del país, da la sensación de que su modernización la construyó un demiurgo y obvia los esfuerzos diarios que realizó la sociedad para alcanzarlo. Otra palabra desacertada para describir lo sucedido en Ruanda es tragedia. En el teatro griego, los dioses deciden el destino de los hombres, a eso se refieren etimológicamente cuando algo es trágico. El genocidio no fue un acto divino, los ciudadanos lo llevaron a cabo, ciudadanos que pudieron también elegir otro camino.
Según la información que llega a España, el Gobierno de Ruanda ha prohibido hablar sobre la matanza de hutus (según algunas fuentes, unos 100 000 asesinados por los tutsis), que ocurrió tras el genocidio de 1994. Usted narra abiertamente esa parte sensible de los sucesos en su libro. ¿Teme que las autoridades puedan acusarlo de alguna forma?
En absoluto. Esa es una idea preconcebida sobre Ruanda. La sociedad ruandesa no está vigilada y conviven en ella múltiples discursos. En mi primera novela, Pequeño país, presento a un personaje llamado Pacific que, tras el genocidio, decide matar a los hutus que, según él, acabaron con la vida de su prometida. Sus hermanos de armas lo fusilan tras ser juzgado por un tribunal militar. Esos soldados que disparan contra su compañero son miembros ficticios del Frente Patriótico Ruandés, el partido que actualmente gobierna el país. Recuerdo una presentación del libro en Kigali, en el que estaban presentes las autoridades ruandesas. Durante el turno de preguntas, un antiguo militar me dio las gracias por haber escrito esa escena y no ocultar una parte de la historia. Para aquel hombre era importante recuperar los hechos, que se contara lo crímenes que también cometieron los liberadores. Entonces entendí que no se pretende borrar los sucesos, tanto la sociedad como las autoridades están abiertas a hablar sobre ellos. Lo que se rechaza es que se les dé un tratamiento irrespetuoso o que se utilicen para promover una política divisoria. A menudo, son los antiguos genocidas y los grupos de negacionistas quienes difunden argumentos revisionistas para minimizar la masacre contra los tutsis. Entonces, los debates se vuelven airados, porque se percibe que detrás hay una intención de desestabilizar una cohesión social que sigue siendo frágil. Mis lectores saben que no escribo para oponerme al sufrimiento de nadie. Lo único que quiero es contar los hechos tal como ocurrieron y dar voz a los sentimientos de las personas.
En la novela relata cómo se desarrollaron los tribunales ad hoc de Gacaca. ¿Puede una sociedad alcanzar una justicia verdadera tras vivir una situación tan traumática?
Creo que fueron absolutamente necesarios para construir cierta unidad nacional. Hay dos razones. La primera: los tribunales permitieron liberar la palabra y conocer el nivel de destrucción y masacre vivido en cada región del país. Gracias a ello, hoy conocemos a los autores y sabemos dónde localizar las fosas comunes. Asimismo, los actos de justicia van siempre acompañados de un proceso de rehabilitación social tanto de las víctimas como de los verdugos. Las primeras recuperaron su condición humana: la sociedad les muestra que siguen siendo valiosas; los segundos, tras cumplir su condena, son reinsertados. De los millones de procesados juzgados entre 2005 y 2012, una parte considerable ha salido de la cárcel y ha regresado a sus hogares. Quien recorre Ruanda no tiene la sensación de que el país tolere la impunidad de sus criminales. Algo muy distinto de lo que ocurre en Burundi, donde las masacres aún no han sido sometidas al escrutinio de la justicia y por sus calles circulan personas de todos los estratos sociales que cometieron crímenes y jamás pagaron por ellos. La sensación de impunidad e injusticia es enorme y podría alimentar futuros proyectos de venganza.
Los victimarios y las víctimas protagonizan la historia del genocidio. Sin embargo, en el reparto, una serie de actores secundarios completan el elenco de la decadencia humana: son aquellas personas que no ejecutan, pero que, como usted afirma en la novela, señalan con el dedo, escupen e insultan a los condenados a muerte. ¿Qué tan importantes son los colaboracionistas para entender un genocidio?
Son muy importantes, pero, en el caso ruandés, otra pieza clave que explica la gran cantidad de asesinatos que se produjo se encuentra en la topografía del país. Ruanda está trufada de colinas y sus habitantes conocen en profundidad el territorio, sabían dónde esconderse, pero también encontrar a las víctimas. Uno no podía encontrar refugio tan solo por un tiempo. Las colinas hicieron las veces de red de información, el eco de los gritos encontraba un altavoz natural en el terreno escarpado. Ruanda no es tierra de silencios. Se oye todo. El aparato ideológico movilizó a una buena parte de la población, cualquier individuo, aunque no empuñara un arma, se convertía en delator y condenaba a muerte a un vecino como si sostuviera el machete entre sus manos.