Frases como estiletes

Lectura de «La hora de la estrella» de Clarice Lispector

Texto: Ana RODRÍGUEZ ÁLVAREZ

 

Recuerdo que, cuando yo era niña, mi madre estaba fascinada con Sissi emperatriz. En realidad, a mi madre no le gustaba tanto Elizabeth de Baviera como Romy Schneider tratando de emularla en sus películas. Lo sé porque tiempo después, cuando leyó una biografía sobre Sissi, su veredicto fue tajante: no le había gustado nada. La depresión, los trastornos alimenticios, el desamor con Francisco y los amantes no casaban con aquella versión amerengada que a ella tanto le entusiasmaba.

A mí lo que en su momento me impactó de Sissi fue el modo en que murió. No tanto porque fuera en un atentado (algo que no era inusual en la época y que tampoco lo sería tiempo después), sino por el arma empleada: un estilete. Aquel hombre que se había tropezado con ella cuando estaba a punto de subirse al ferry de Montreaux (esa localidad suiza en la que, setenta años más tarde, acabaría recalando mi abuelo E.) fue quien se lo clavó. Era el anarquista italiano Luigi Lucheni.

El estilete es un tipo de daga de hoja muy larga y fina, que no sirve para cortar pero que penetra profundamente en la carne. Leí una vez que, si te lo clavaban bien, ni te enterabas de que te había atravesado. Al parecer eso fue lo que le sucedió a Sissi, y sólo cuando se desvaneció a los pocos minutos del encontronazo se descubrió que había sido apuñalada en el corazón.

Me volví a acordar de Sissi la semana pasada, después de mucho tiempo. Y lo hice leyendo por primera vez a Clarice Lispector. Durante bastantes años esquivé a la autora brasileña, a pesar de que de vez en cuando me salía al paso: quizás fue por su fama de «difícil», quizás porque no había llegado el momento adecuado (qué importante es esto con los libros), o vete a saber el motivo, pero lo cierto es que no la había leído. Hasta ahora.

Cambié de idea al toparme con una cita de Lispector al inicio de un libro que nada tenía que ver con la Literatura. Y aquella frase, entresacada de su obra Las palabras, me llevó, por razones que desconozco o que en el fondo no quiero reconocer, a La hora de la estrella, una de sus novelas más conocidas. La que cuenta la historia de Macabea, una norestina desgraciada por partida doble: por la miseria material y humana que la rodea y porque no es consciente de ella (¿o acaso esto último no podría considerarse a veces una bendición?).

Lispector no es la lectura más sencilla del mundo, ni falta que hace: en lugar de líneas rectas, la autora es amante de las curvas, de los requiebros, de los cambios de sentido en el último segundo, de saltarse las señales de stop, de pisar el acelerador, de clavar el freno. Y lo hace, no tanto en la trama, como en la redacción del texto: con esa puntuación peculiar y con esa voz narradora –Rodrigo S. M.– que se cuenta a sí misma para acabar relatando a Macabea (que es un poco, en realidad, lo que hacemos todos cuando hablamos de los demás: hacerlo desde y hacia nosotros, como si ejerciéramos una fuerza gravitatoria que acaba conduciendo a nuestro propio centro).

Lo mejor de Lispector son sus frases, agudas como estiletes –de ahí que me acordara de Sissi–. Parece que no duelen, pero se te acaban clavando dentro y, cuando te has dado cuenta, ya resulta imposible salir indemne.

Al igual que la norestina, tengo tendencia a notar insignificancias. A diferencia de ella, me asaltan bastantes preocupaciones (la primera ahora mismo: ¿alguien querrá publicar este texto?) porque necesito vencer en la vida. Vete a saber a qué o a quién, probablemente sólo a mí misma.

He perdido la cuenta de las frases que he subrayado en las apenas cien páginas que ocupa la novela. No me referiré a ellas, aparte de porque son muchas, porque estaría privando a quien leyera estas líneas de su descubrimiento. Sobre todo, por qué no decirlo, no lo haré debido a un cierto pudor: lo que subrayamos en los libros dice más de nosotros que cualquier confesión.

Y si dijera que he marcado «Porque tiene derecho al grito», estaría reivindicando mi propio derecho al grito y la necesidad que tengo de él.

Y si hiciera lo propio con «Quién no se ha preguntado: ¿soy un monstruo o esto es ser una persona?», estaría desvelando que en alguna ocasión me ha asustado lo que ronda por mi cabeza.

O que si señalo «Qué se puede hacer con la verdad de que todo el mundo esté un poco triste y un poco solo», es porque yo también me siento así.

Ya no sigo más.

La hora de la estrella puso el punto final (quizás ella hubiera preferido una coma) a la carrera de Lispector. Tras clavarnos todos esos estiletes, en forma de mil puntas, la autora falleció a las pocas semanas de su publicación.

Mientas escribo estas palabras, una gota de sangre, pequeña y granate, mancha el papel. Huele a hierro. Me pregunto si será mortal. Si como Sissi, como Macabea, acabaré desplomándome contra el suelo. Si eso me librará, como a ellas, de los dolores que tengo dentro.

Creo que a mi madre esta historia tampoco le gustará nada. Ella siempre será más de Romy Schneider.