Encomio del Calvino letraherido

Se acaba de cumplir cien años del nacimiento del periodista y escritor Italo Calvino. Hoy recordamos su faceta menos conocida, la de editor.

Texto: Javier APARICIO MAYDEU  Ilustración: Jordi BERENGUER

 

En junio de 1974 y persuadido de su condición poliédrica, Calvino le confesaba a Gore Vidal “siempre he pensado que de mis libros, tan distintos los unos de los otros, es difícil extraer un razonamiento unitario, una definición de conjunto, tal vez incluso mostrar la fisionomía de un autor que no resulte asimismo discontinua”. Antiguo partisano y militante comunista, amó la naturaleza con toda su alma, también, o sobre todo, la humana, que es la única capaz de meditar y de imaginar, las dos tareas que dan lugar al universo literario del autor, conocido por su trabajo ímprobo de estudio de los cuentos populares, su fantasía desatada en fábulas como El barón rampante, sus homenajes a la tradición oral de la literatura en relatos como Las ciudades invisibles, una crítica despiadada del mundo capitalista que genera consumo y contaminación y que novelas como Marcovaldo denuncia, sus tentativas de teorizar sobre la novela y de mostrarle al lector sus costuras y desvelarle sus añagazas y constricciones (no otra cosa lleva a cabo en Si una noche de invierno un viajero), o pensar cómo será la creación artística del futuro y formular sus cavilaciones en las conjeturas que reunió en Seis propuestas para el próximo milenio, otro libro suyo imprescindible.

Pero no es del Calvino miembro de lujo del Oulipo, ni del Calvino político de su juventud, ni del columnista del Corriere della Sera, ni del que fue partisano y luchó contra los nazis, ni del viajero infinito que conoció México y Japón y recorrió los Estados Unidos estableciendo siempre correspondencias culturales, ni del lector de Galileo y de Lucrecio que quiso entender el mundo y explicárnoslo el que queremos recordar aquí, sino el Calvino menos conocido, el Calvino editor, el lector profesional e investigador de la literatura y de la novela, el letraherido rodeado de libros a los que alimenta con sus lecturas de otros libros.

Como asesor de Elio Vittorini en su colección Gettoni, y más adelante como directivo y embajador internacional de la editorial, y como fundador y director de la colección Centopagine de narrativa breve entre 1971 y 1985, Calvino fue esencial en el desarrollo y el prestigio de Einaudi. Ejerció de scout incansable leyendo decenas de autores extranjeros cuya traducción recomendaba, y no fue escaso su interés por los escritores de lengua española como Onetti, Ferlosio o Cortázar. Borges es medular en su obra. Admiró a los autores del Oulipo como QueneauPetite cosmogonie portative lo deslumbró!) y Georges Perec, cuya La vida instrucciones de uso recomendó encarecidamente. También a Tournier y a su novela Viernes o los limbos del Pacífico. Y disfrutaba con Bellow.

Su amistad con Elsa Morante y sobre todo con Natalia Ginzburg nació en la literatura, en realidad en el hecho de compartir el arte de leer. “Descubrió” al gran Beppe Fenoglio, consolidó con su autoridad la calidad de Leonardo Sciascia, de Carlo Cassola, de Alberto Moravia o de Primo Levi, y su correspondencia con Vittorini, Ginzburg, Pietro Citati, Luciano Foà o Hans Magnus Enzensberger no tiene desperdicio porque no se produce entre escritores sino entre lectores que pretenden descubrir cómo escribir: A François Wahl, París, 1 de diciembre de 1960… “A lo que yo tiendo, lo único que me gustaría poder enseñar es una forma de mirar, es decir, de estar en medio del mundo. En el fondo, la literatura no puede enseñar nada más”. Editor de los cuentos de Perrault o los hermanos Grimm, en Centopagine publica a Stevenson, Stendhal o Diderot (el ascendiente de la literatura dieciochesca es esencial en la obra de Calvino). Lee con meticulosidad de naturalista a Leopardi, Valéry, Ponge, Brecht, Manganelli e Italo Svevo, ebrio de poesía y de fábulas morales, poseído por el demonio de la cotidianidad trascendida, como Musil le enseñó en El hombre sin atributos. A este Calvino culto, letraherido y lector voraz se le descubre en ¿Por qué leer los clásicos?, en Punto y aparte, en Los libros de los otros. Correspondencia (1947-1981) o en Mundo escrito y mundo no escrito, ensayo en el que se recoge uno de sus muchos artículos eruditos pero sencillamente deliciosos, “La suerte de la novela”, en el que se atreve a presagiar “un tiempo de buenos libros llenos de una inteligencia nueva […]. Pero no creo que sean novelas; creo que algunos géneros muy ágiles de la literatura del siglo XVIII –el ensayo, el libro de viajes, la reflexión utópica, el cuento filosófico o satírico, el diálogo, la operetta morale– deben recuperar el papel de protagonistas en la literatura”. En Los libros de los otros consigna una de sus ideas seminales: “Un escritor lo es cuando logra aislar un filón, una clave estilística y lo escribe todo en esa clave […]. La literatura nace de la dificultad de escribir, no de la facilidad. Donde la pluma se te traba, donde no consigues expresarte, solo desde ahí podrás empezar a hacer literatura, trabaja, roe tu hueso con paciencia. Donde la pluma corre con facilidad no nace nada bueno”. Tal vez no ofrezca duda que se inspiró en su maestro Pavese, que ya había dejado escrito en El oficio de vivir. 1935-1950, “Si consiguieses escribir sin una sola tachadura, sin un retroceso, sin un retoque, ¿le cogerías todavía gusto? Lo bonito es pulirte y prepararte con toda calma para ser un cristal”. Solo surge literatura donde se trabaja el lenguaje (¿esa es la idea, verdad, maestro?).