El tiempo perdido de André Gide

,

André Gide rechazó la publicación de la primera entrega de «En busca del tiempo perdido» de Marcel Proust, un hecho que forma parte de la historia de la literatura.

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

París, enero de 1913

André Gide llega a la sede parisina de la Nouvelle Revue Français (NRF) protegiendo su incipiente calva del frío con un sombrero de ala ancha que le da un aire de eterno viajero. Una secretaria saluda con el máximo respeto al director de la revista y uno de los escritores más prestigiosos de Francia. En esa época las revistas no las hacían periodistas sino escritores y el interés del contenido no estaba en la información sino en los textos de creación que se publicaban. NRF se ha convertido también en editorial de libros, con el especial empuje para los asuntos logísticos de un joven impetuoso llamado Gaston Gallimard.

Están en el consejo de redacción Jean Schlumberger, André Ruyters, Henri Ghéon y Jacques Copeau, todos ellos escritores y amigos. Un lobby intelectual de primera magnitud. En la reunión de esa tarde han de repasar varios asuntos, uno de ellos la valoración de un texto enviado para la consideración de su publicación de alguien a quien Gide conoce superficialmente, pero del que no tiene buena opinión. El autor del envío del texto es un joven que le resulta indigesto llamado Marcel.

Cuando Copeau le pregunta su opinión sobre el manuscrito presentado, Gide le dice con sorna “¡Está lleno de duquesas! No es para nosotros”. Otros miembros que no han podido leer el voluminoso manuscrito de varios cientos de páginas se lo quedan mirando deseosos de que se explaye y no le cuesta en absoluto.

“El autor es un esnob, un mundano diletante que escribe artículos en Le Figaró, lo más molesto que pudiera haber para nuestra revista. Abrí uno de los cuadernos y en la página 64 me encontré con una frase donde se habla de una frente de la que se transparentan las vértebras… ¿Alguien entiende eso?”

Gide es una celebridad (en 1947 recibirá el premio Nobel) y nadie en la reunión va a llevarle la contraria, faltaría más. Todos asienten: texto rechazado. Pasan al siguiente punto del orden del día.

Unos días después, Marcel Proust recibe con consternación la negativa de la Nouvelle Revue Français, publicación por la que siente gran admiración. Ya había sido rechazado por los editores de Le Mercure de France y Fasquelle, pero no se rinde. Envía sus dos cuadernos de 550 páginas a Ollendorf y vuelve a ser rechazado.

Debería sentirse apesadumbrado. Y lo está. Pero esa palidez suya que hay quien toma por enfermiza es engañosa. Proust es de una tenacidad a prueba de rechazos. Habla con el joven editor de Grasset y le propone financiar él la mayor parte de los gastos de impresión del libro y este acepta.

Finalmente, a finales de 1913 se publica la primera entrega de En busca del tiempo perdido, que lleva por título Por el camino de Swann. Inmediatamente, es recibido con muestras de admiración por los críticos y en la NRF empiezan a echarse las manos a la cabeza.

Sus compañeros en la dirección de la revista comentan a André Gide que quizá debería volver a releer esas páginas, que quizás miró por encima o de manera distraída. Y al sentarse a leer, se da cuenta del patinazo y reconoce la maestría de la obra. Inmediatamente escribe a Marcel Proust una carta ya histórica donde entona un mea culpa, aunque a la manera de Gide:

 

“Mi querido Proust:

Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto?… Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la NFR, y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida. Me parece, con toda probabilidad, que en esto se advierte la presencia de un destino implacable, ya que es una explicación de veras insuficiente de mi error decir que me había hecho de usted una imagen después de unos pocos encuentros “en sociedad”, que se remontan a hace casi veinte años. Para mí, usted seguía siendo ese tal que frecuenta asiduamente a las señoras X… y Z…”

La carta está llena de elogios ditirámbicos, pero también desliza un cierto veneno, como si el reconocimiento de la obra no terminara de borrar el disgusto que le produce el propio Proust, al que, en realidad, apenas había tratado. Hay quien aventuró en su momento que a Gide lo irritaba que Proust no sólo mantuviera en secreto su homosexualidad, sino que reaccionara de manera agresiva cuando alguien pretendía hacerla pública y la negara de manera airada. Una actitud que chocaba con la de Gide, más abierta al reconocimiento de su propia condición bisexual como camino hacia la normalización social. Proust era tan celoso de su intimidad que incluso se llegó a batir en duelo contra Jean Lorrain (reconocido gay) por señalarlo como homosexual. El duelo acabó en tablas: los dos dispararon al suelo sus pistolas, aunque la tirria mutua se mantuvo de por vida.

Pese al patinazo monumental de Gide, la perseverancia de Proust logró que En busca del tiempo perdido encontrara su camino.

 

Gallimard, el más listo de la clase

En la Nouvelle Revue Français había muchos escritores pero pocos editores. Gallimard, con menos de 30 años, se afianzó allí como el más avispado para manejar los asuntos editoriales, hasta hacerse con la dirección de esa parte de la prestigiosa NRF. Al darse cuenta del error garrafal con el manuscrito de Proust, hizo algo más que Gide con sus disculpas de mucho ruido y pocas nueces: visitó directamente a Proust y le ofreció un trato para la publicación de las siguientes entregas de En busca del tiempo perdido. Al haber financiado mayoritariamente el libro en Grasset, no tenía con ese editor un contrato estricto de cesión de derechos, por lo que era libre para publicar su siguiente libro en otra parte. Gallimard era muy hábil y le hizo ver a Proust que la importancia de su obra requería de un músculo editorial fuerte como el que él le podía ofrecer. Proust aceptó. Gallimard, que primero dio un golpe de efecto para quedarse al frente de las ediciones de libros, acabaría convirtiéndose a partir de 1925 en el director de NRF y poniendo en marcha la que iba a ser la editorial más importante de Francia a lo largo del siglo XX con su propio nombre como marca.