El sueño más salado de Castilla o cómo abrir una salida al mar a pico y pala

Un viaje a la ingeniería soñadora del Canal de Castilla tras los pasos de Raúl Guerra Garrido

Texto: Antonio ITURBE  Foto: Asís AYERBE

 

Los libros de papel no tienen bluetooth ni puertos usb pero tienen la rara capacidad de conectarse unos con otros. El viaje al Canal de Castilla empezó con un libro que me regaló nuestro director de arte y fotógrafo, Asís Ayerbe. Él mismo había acompañado al escritor Raúl Guerra Garrido y había hecho las fotos del libro  “Castilla en canal” (Cálamo). Pero el libro  es el resultado de la onda vibracional de otro libro, como el propio Guerra Garrido explica: Andanzas de un poeta por Castilla la Vieja, de Nelson García Colombani. Allá el escritor venezolano calificaba el canal de Castilla de “alocado proyecto de gigantes”.  Y él quiso viajar al canal para ver si acertaba o no el poeta.

Hasta ese libro de Guerra Garrido yo tenía una vaga idea de lo que era el Canal de Castilla. A mediados del siglo XVIII, en plena efervescencia de las ideas del racionalismo, un ministro del rey Fernando VI, el Marqués de la Ensenada, tal vez empujado por el sino de su apellido, impulsó la idea de construir un canal de navegación y riego que permitirá a Castilla tener una salida al mar. Sacarían a la Meseta de su aislamiento al facilitar el transporte del cereal hasta los puertos de exportación y recibir los productos de los que se carecía. Partiría de Segovia, con un ramal desde Valladolid, y llegaría hasta el puerto de Santander. En 1753 se iniciaron las complejas obras, que se fueron ejecutando con intermitencias. En 1849 se completaron 200 kilómetros de canal y 39 esclusas para salvar desniveles del terreno, pero todavía quedaba lejos Santander. Hubo una década de esplendor del transporte fluvial con hasta 350 embarcaciones en 1860. Ese año el avance técnico también permitió poner en marcha una línea férrea que hacía el mismo recorrido que el canal, pero en muchísimo menos tiempo. La navegación fue decayendo y los planos de la grandiosa obra ingenieril para llegar a Santander se archivaron para siempre en el archivo del olvido.

Raúl Guerra Garrido se sintió impelido a hacer el camino del canal por el libro de García Colombani y a mí me impulsa el suyo cuando el amable director de la Fundación Castilla y Leon, Juan Zapatero, me invita a conocer el canal junto a Asís Ayerbe y algún otro curioso de la vida.

En la estación de Chamartín Asís me dice muy serio que “canalero es todo aquel que tiene contacto con el canal y acaba haciéndolo suyo”. Y de manera un poco enigmática me dice: “cada uno acaba encontrando su canal”.

Hemos tomado en la estación de Chamartín el tren para Palencia, ciudad de meseta y cristos petrificados. Solo cuando arranca la máquina y leo en los rótulos que el destino es Santander me doy cuenta de que estamos a bordo del tren que terminó con el sueño ilustrado del canal. Miro las lejanías de campos interminables por la ventanilla y me viene a la cabeza el Himno ibérico de Joan Maragall:

                 Sola en medio de los campos,

                       tierra adentro, ancha es Castilla.

Ojeo las páginas del libro de Raúl Guerra Garrido: “Navegamos, no por superar el embate de las olas, ni por la invitación al viaje que el agua sugiere, sino porque existe el horizonte y su desafío resulta ineludible. Castilla es un ansia de horizontes”.

Al levantarnos a estirar las piernas Asís se encuentra en la cantina con otro burgalés, Óscar Esquivias, escritor perfeccionista y canalero. Me pregunta si he estado en el canal y le digo que he pasado por la carretera, he visto rótulos, pero nada más. Asiente y sonríe “Pasas por la carretera y quizás no lo ves porque se hizo de manera discreta, sin las exageraciones del barroco, a escala humana”. Insiste en acompañarnos.

En Palencia nos espera un hombre elegante con hechuras de ciclista profesional. Es Juan Zapatero, director de la Fundación Castilla y León. No me he equivocado mucho: cuando acaba con los líos de la semana, huye tierra adelante en su bicicleta. Tenemos una sorpresa preparada: se unirá al viaje el ingeniero jefe del Canal de Castilla, Miguel Ángel Rubio. Es el Jefe de Servicio en la Dirección Técnica de la Confederación Hidrográfica del Duero, que gestiona la explotación y el mantenimiento del canal.

Juan Zapatero nos dice que la primera parada será en la dársena de Palencia. Arrugo las cejas. ¿Dársena en Palencia? ¿Un puerto en medio del secano? Pues así es. El depósito portuario es un elegante edificio rectangular, armónico, de ladrillo cara vista y poca altura que se refleja sobre las aguas calmadas del canal custodiado. Este ensanchamiento permitía la maniobra de las barcazas, la descarga y estibado de mercancías en los almacenes portuarios que se levantaban en la orilla como en cualquier muelle marítimo. El almacén portuario que queda en pie es actualmente un museo del agua y centro de interpretación del canal.

Observo con hipnotismo esas aguas calmadas y esa estampa bucólica de la inesperada dársena. Miguel Ángel Rubio me dice algo propio de un ingeniero, muy necesario para no extraviarse en ensoñaciones: “lo que ha sobrevivido del canal es lo que se ha utilizado. Las infraestructuras que existen y se conservan lo han hecho gracias a su uso en el regadío. Los edificios que han ido quedando en ruinas a lo largo del canal son los que han dejado de tener un uso. Cualquier gasto en el canal lo han de pagar los regantes y los agricultores andan apretados”. Un mensaje a tener en cuenta. El canal es poesía, pero poesía útil.

Asís se alegra del buen tiempo que hace en octubre con cielos azules despejados que cruzan unas golondrinas. Miguel Ángel hace un leve gesto de contrariedad. “Este tiempo para nosotros es malo. Estamos deseando que llueva”.

Nos subimos al coche del ingeniero jefe y nos adentramos por la senda junto al canal, el antiguo camino de sirga donde se ponía a los mulos un arreo que se amarraba a la barcaza y ellos empujaban las embarcaciones río arriba. Un camino actualmente prohibido al tráfico de vehículos salvo los autorizados por la Confederación Hidrográfica, por donde ya solo transitan caminantes y bicicletas. Los únicos asnos que quedan somos nosotros, haciendo el camino en coche. Pero es que el canal es muy largo, hay mucho que ver en poco tiempo.

Miguel Ángel nos indica que toda la obra y desmontes del canal “se hicieron a pico y pala”. Dejamos a un lado una harinera todavía en funcionamiento, la única de las dos que quedan de una retahíla de ellas a lo largo del canal, que aprovechaban la fuerza de trabajo del agua para moler el trigo que las barcazas llevaban hasta sus almacenes. Asís es un enamorado de las instalaciones industriales, especialmente las más destartaladas, y pidió autorización para hacer una visita a la harinera pero le contestaron: “Aquí no hacemos visitas, hacemos harina”. Óscar Esquivias sonríe, es esa sequedad franca de los castellanos que se contagia de la tierra. Pasamos por la esclusa de Grijota y nos detenemos en El Serrón, donde se alza un edificio medio en ruinas, otra harinera, que estuvo activa hasta hace pocos años pero un incendio la jubiló definitivamente.  Juan Zapatero señala que “es una construcción representativa de la industria ribereña”.  Y nos indica los restos de los tres molinos que hubo en su día y el edificio de los almacenes para carga y descarga de las embarcaciones.

Asís aprovecha que el ingeniero jefe está charlando con el encargado de zona de la Confederación para hacerme un gesto de niño travieso y que nos colemos en la antigua fábrica abandonada. El canal de Asís es el de los edificios abandonados en sus orillas que guardan los secretos de su pasado entre las ruinas. De la fábrica quedan las paredes, los hierros retorcidos del forjado, las vigas de madera calcinadas. En lo alto hay una escalera sin principio ni final que no llega a ninguna parte. “Como las de Piranesi” susurra Óscar.

Afuera, el desnivel del terreno de 11 metros genera un espectacular salto de agua que salvan las esclusas 25, 26 y 27. El agua que parecía mansa mientras recorríamos el camino de sirga por la zona más llana, aquí se encabrita. Al salir nos encontramos con un grupo de la empresa de arqueología y restauración Patrimonio Global. Su director, Alex Miranda saca una herramienta importante en este paisaje: una bota de vino. Mancharse forma parte de lo bueno de beber en bota, así el aroma del vino con sabor a cuero te acompaña. La arqueóloga Ana Martínez nos explica que el canal forma una “y” invertida y en este punto de El Serrón es donde se bifurca. Nos recomienda ir a Calahorra de Ribas, donde en 1753 se inició la construcción del canal.

Volvemos al camino de sirga y rodamos lentamente entre los árboles y el canal, que transcurre suavemente. En mitad del camino nos encontramos un cadáver. Un chopo enorme ha caído dejando al aire sus raíces y nos barra el paso. Miguel Ángel llama al encargado de zona de la Confederación Hidrográfica y Leo llega enseguida con sus gafas de sol fardonas y su camisa floreada que le dan un aire de DJ, pero él baila con una motosierra. Enseguida hace leña del árbol caído y podemos seguir hasta “la retención”. Allí vemos la antigua casa del esclusero habitada ahora por las zarzas, matorrales y saltamontes.

Miguel Ángel nos indica que estamos en la unión de las aguas del Pisuerga con las del río Carrión.  El caudal es bajo y se forman isletas de carrizos en la caja del río. El del agua es un rumor antiguo, leve pero persistente, y hay un tenaz arrastre de hojas, ramas, insectos ahogados. Llegamos hasta la cuádruple exclusa para salvar el gran desnivel y esa construcción de piedra y portones metálicos me parece la entrada de ese castillo sumergido del que habla Raúl Guerra Garrido: “Castilla quiere decir tierra de castillos y su canal fue su castillo (en el aire) más insólito, majestuoso e intencionado”. Un castillo de piedra y de hierro, pero sobre todo de agua, que allí retumba con una sonoridad de teatro de ópera. Incluso en una época de poco caudal, el ruido de la caída del agua apaga todas las voces banales de los hombres. Asís me dice que si lo viera en épocas de crecida me asombraría. Ya me asombra ahora.

Leo observa nuestro deambular de turistas por su esclusa con cara de póquer. Me acerco y le pregunto si el trabajo aquí resulta solitario. “¡En absoluto! Son 70 kilómetros arriba y abajo, con las esclusas, la vegetación… No se para. El canal no se mantiene por ciencia infusa”.

Miguel Ángel me dice que a Leo le gusta andar libre… “¡Si no usa ni whastapp!”. Pues aún me cae mejor. Explica que “las compuertas de la esclusa, de tipo Mitra, son un diseño de Leonardo da Vinci”. Son ovaladas para que puedan cruzarse dos barcas.

Paramos a comer en un agradable restaurante y hospedería en la ribera del canal llamado Carrecalzada, en la población de Melgar de Fernamental. El costillar, cocinado con sabia lentitud, es tan tierno que se deshace en la boca como si fuera una hostia bendita.

Acompasamos la modorra de la hora de la siesta con un paseo en uno de los tres barcos turísticos que hay en diversos puntos del canal. Sobre el Pisuerga nos deslizamos suavemente para no incordiar al pargo, la carpa, la trucha o el lucio. Nos dice Juan Zapatero que también hay nutrias pero, inteligentes como son, al sentir nuestro ruido de domingueros se esconden.  En cierto momento me parece que volamos y queda allá abajo el río Valdavia transcurriendo amodorrado entre la vegetación de chopos, fresnos y alisos. Estamos atravesando el acueducto de Abánades. El patrón de la barca amarra para que podamos descender hasta el basamento del acueducto y maravillarnos con esta obra que Ana nos cuenta que tardó cinco años en terminarse, de 1775 a 1780. La arqueóloga nos señala los rebordes de piedra de la parte baja de los soportes, donde apoyaban los andamios para trabajar en altura. Óscar, que es más de leyendas, ha oído decir que las piedras que se utilizaron en su construcción podían haber pertenecido a un castillo.

Me acerco a Miguel Ángel, que se ha quedado solo debajo del acueducto mirando sus arcadas. Como si hablara al dios de los ingenieros que hace milagros racionales se exclama con asombro y felicidad: ”¡con todo el caudal del canal que pasa por arriba y 200 años después no cae ni una gota!”.

Seguimos navegando junto a los ramilletes de juncos, las zarzamoras y esos arbustos de frutos rojos, los crataegus o majuelos, que ellos llaman tapaculos “porque antiguamente los tomaban para frenar la diarrea”. Unas avutardas que nos ven venir, levantan el vuelo intuyendo la caída de la tarde.

Antes de que las sombras se alarguen demasiado, llegamos uno de los pueblos más populares de la ruta del canal, Frómista, donde se une el canal de Castilla y el Camino de Santiago. Su iglesia de San Martín es un ejemplo excelente de arte románico, sobre todo porque solo tiene un 20% de piedras del edificio original románico y se reconstruyó concienzudamente en el siglo XIX. Quizá esté tan perfecta e impecable, tan bien iluminada por dentro, tan limpia y con un olor tan neutro porque ya no hay velas de cera llenando el aire de humo que a uno le da la impresión de ser una iglesia de Ikea. Juan, que me lee el pensamiento, me dice que hay otra iglesia antigua que tal vez me resulte más interesante.

Vamos a un lugar a las afueras del pueblo donde me reencuentro con lo sagrado: la esclusa de Frómista donde se precipita violentamente el agua del canal y retumba el universo. Los agujeros laterales en la cara interior dejan caer chorritos de agua que saltan al cauce como si fueran pequeñas fuentes que brotaran del terciopelo verde de las paredes tapizadas de musgo. Un inesperado jardín andalusí. Miguel Ángel coemnta que hay paisanos que refunfuñan por esos agujeros del canal. Asís, hipnotizado ante esas cascadas en miniatura, le dice que esas filtraciones no deben taparlas, que son pura maravilla. Y Miguel Ángel sonríe satisfecho mientras mira alejarse las aguas por su canal porque es ingeniero, pero ingeniero enamorado.

 

El sol va cayendo y ablanda los campos. Hay gente que camina, que no tiene prisa, algunos muy mayores. Me fijo en una pequeña escultura frente a la antigua caseta del esclusero que ahora acoge el centro de información para los peregrinos. Es un libro d piedra y siento un pequeño vértigo al darme cuenta que es un homenaje a Raúl Guerra Garrido y su libro Castilla en canal. El marcapáginas es una cadena, como las que antiguamente abrían las compuertas de las esclusas, y en el texto, cincelado en piedra para que no se lo lleve el viento, leo “hay un obvio paralelismo entre el caminante canalero y el peregrino que recorre la ruta Jacobea por más que el del primero sea un peregrinaje cívico y el del otro sea un peregrinaje sagrado”. Señala que ese lugar entre lo divino y lo telúrico invita a la meditación. Y concluye: “la pacífica coincidencia de la fe con la razón es algo inusual”.  Y en ese momento me doy cuenta de que en ese cruce de caminos de Frómista, Guerra Garrido me ha hecho encontrar mi canal.

Todavía visitaremos la iglesia asombrosa y astronómica de Becerril de Campos, la antigua harinera de Abarca de Campos del siglo XIX reconvertida en un hotel delicioso que tiene como hilo musical el borboteo del canal. Llegaremos hasta Medina de Rioseco, atravesando kilómetros de campos de alfalfa, girasoles quemados y palomares donde Castilla es más ancha que nunca, pero también acogedora: nos abre las puertas del ayuntamiento como si fuera nuestra casa y en la panadería nos regalan esos dulces suyos de crema deliciosos que llaman abisinios. Compraremos quesos góticos, nos pasearemos en bicicletas eléctricas a la vera del canal en el Valladolid portuario de la parva de la ría…

En el momento de la despedida agradezco a Juan Zapatero que, habiendo estado tantas veces en el canal nos haya acompañado en este viaje. Le brillan los ojos al decirme que “cuando vas con alguien que viene por primera vez al canal es un poco como si tú lo volvieras también a ver de nuevo”.