El mundo atrapado en un cuaderno

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Los escritores tienen el afán, bastante mostrenco, de atrapar el chispazo de ingenio y fijar el ramalazo del instante en las hojas de una libreta. La publicación de “Apuntes para John” de Joan Didion y “Cuadernística” de Cristóbal Polo nos empujan hacia esa pasión por anotar lo que escapa.

Cuaderno de notas de Marianne Moore.

Texto: Antonio ITURBE  

 

Sidney Orr había conseguido superar una enfermedad mortal y debería estar pletórico, pero no lo estaba. Había sobrevivido, eso era cierto, pero no estaba vivo del todo: él era escritor y no era capaz de volver a escribir. Sumido en la pesadumbre, los pasos lo llevaron a una papelería de una Nueva York fantasmal, el Palacio de papel, regentada por un chino de mirada impenetrable. El señor Chang le vendió un cuaderno de tapas azules hecho en Portugal que en cuanto lo tuvo en la mano sintió que era suyo. Al llegar a casa, el afán de contar, la fuente de las palabras y ese hilo invisible que les da sentido, empezaron a brotar de las hojas del cuaderno. Lo cuenta Paul Auster en una de sus más seductoras novelas, La noche del oráculo. Tal vez Sidney Orr, para regresar al mundo de la imaginación necesitaba un lugar físico donde apoyarse para tomar impulso. Lo encontró en ese cuaderno azul.

La relación fetichista de los escritores con las libretas forma parte de los cimientos fundacionales del arte de escribir. Esas libretas que los demás ven llenas de hojas ellos las ven llenas de esperanza. Esperanza en que ese pensamiento repentino que se volatilizará en cuestión de segundos no se pierda, esperanza de que esa revelación que un día llegará no nos coja desprevenidos, esperanza de que esa idea extraordinaria que cambiará todo no se evaporará. Ya sabemos que el ingrediente fundamental de la esperanza es la esperanza misma, es decir, algo que esperamos y que nunca llega. Decía la célebre escritora y periodista estadounidense Joan Didion, una compulsiva llenadora de cuadernos, que ella siempre llevaba encima una libreta para apuntar las malas ideas porque las buenas… ¡Esas nunca las olvidaba! Pero quién sabe.

Precisamente, se publica de Joan Didion, Apuntes para John (Random House). Tras la muerte de la escritora en 2021 encontraron entre sus papeles un bloque de hojas con anotaciones ordenadas en forma de diario sobre las sesiones con un psiquiatra al que decidió ir veinte años atrás. Los apuntes son, supuestamente, para John Gregory Dunne, su marido, y se tratan en esas conversaciones de diván múltiples asuntos relacionados con los callejones sin salida de su propia vida. Si han de empezar a leer a Joan Didion no empiecen por este libro, que no deja de ser una curiosidad para fans de Didion donde a veces falta encanto. Su libro más premiado es El año del pensamiento mágico, donde nos zambulle en la experiencia del duelo tras la muerte de su marido, pero yo les recomiendo empezar por sus vitamínicos ensayos. En Los que sueñan el sueño dorado (Mondadori) se reúnen algunas de sus piezas destacadas, entre ellas una que titula “Sobre tener un cuaderno de notas”.

“¿Para qué tengo un cuaderno de notas? Es fácil engañarse a uno mismo en relación con todas estas cuestiones. El impulso de apuntar cosas resulta peculiarmente compulsivo, inexplicable para quienes no lo comparten y útil solo de forma accidental, solo de forma secundaria, de esa misma forma en que todas las compulsiones intentan justificarse a sí mismas. Supongo que es algo que ya empieza, o no, desde la cuna. Sin embargo, aunque he sentido el impulso de apuntar las cosas desde que tenía cinco años, dudo mucho que mi hija lo haga nunca, porque es una criatura singularmente alegre y positiva, a quien le encanta la vida tal como se le presenta, y a quien no le da miedo irse a dormir ni tampoco despertarse. La gente que toma notas en cuadernos íntimos es una especie distinta, gente solitaria y reticente que siempre está cambiando la disposición de las cosas, insatisfechos ansiosos, niños que al parecer sufrieron al nacer cierto presentimiento de pérdida”.

Otra autora muy apegada a sus cuadernos era Patricia Higsmith, la mamá de esa criaturita que es Tom Ripley.  La publicación hace tres años de una compilación de todas sus notas en Diarios y cuadernos (Anagrama) nos lleva desde los lavabos donde robaba besos clandestinos a mujeres casadas repentinamente seducidas por su osadía a reflexiones sobre la escritura de profundo calado porque nunca dejó de ser una agónica buscadora de la historia perfecta. Entre los muchos consejos que dio en su libro Suspense recomendaba con mucho énfasis a los escritores “que lleven una libreta para tomar apuntes, pequeña si durante el día tienen algún empleo, grande si pueden permitirse el lujo de quedarse en casa. Incluso vale la pena anotar tres o cuatro palabras si sirven para evocar un pensamiento, una idea o un estado de ánimo. Durante los períodos estériles conviene que el escritor hojee estas libretas. Puede que de pronto alguna idea empiece a moverse. Quizás dos ideas se combinarán la una con la otra porque ya estaban destinadas a hacerlo desde el principio”.

La forma en que los escritores anotan las cosas volanderas es bien diversa. El maestro del Nuevo Periodismo, Gay Talese, vestido siempre para ejercer su oficio de traje impecable, lleva siempre unas cartulinas recortadas al tamaño exacto para que quepan en el bolsillo interior de la americana. Al llegar a casa pasa las notas (desde hace unos cuantos años lo hace al ordenador). Explica que escribe la fecha, el nombre de las personas con las que ha hablado, los datos que ha recogido y las impresiones del momento. Y eso es seguramente lo más valioso de todo: las impresiones.

El escritor norteamericano David Sedaris, que guarda en casa cientos de cuadernos repletos de anotaciones, siempre lleva un cuaderno pequeño encima para apuntar lo que considera interesante, original, extraño o simplemente gracioso. En su ensayo Day In, Day Out  afirma que «Todo el mundo tiene ojo para algo. La única diferencia es que yo llevo un cuaderno en el bolsillo. Escribo todo y eso me ayuda a recordarlo».

Ernest Hemingway nunca salía de casa sin un cuaderno. En París era una fiesta escribió: «Pertenezco a este cuaderno y a este lápiz». En Cuaderno de un escritor, W. Somerset Maugham explicaba que “Al anotar algo que te impacta, lo separas del incesante flujo de impresiones que se agolpan en la mente y quizás lo fijas en la memoria. Todos hemos tenido buenas ideas o sensaciones vívidas que creíamos que algún día serían útiles, pero que, por pereza de escribirlas, se nos han escapado por completo”.

 

Los cuadernistas

Cristóbal Polo, poeta, escritor de relatos, traductor del lituano, artista heterodoxo, profesor… acaba de publicar en la exquisita editorial Wunderkammer, Cuadernística. Un poco al desgaire, como si el libro fuera un cuaderno (tiene incluso ese tamaño de libreta) va punteando notas de cuadernos de escritores con virados propios que lo llevan a Vilnius y reflexiones sobre el arte de encuadernar instantes.

El primero que aparece en sus páginas es uno de sus cuadernistas favoritos, Paul Valéry: “se levantaba cada mañana entre las cinco y las seis, encendía un cigarrillo -no sabemos si también se preparaba un café- y se sumergía en la escritura de sus cuadernos durante un par de horas sin interrupción. Así durante cuarenta y cinco años. ‘Estos cuadernos son mi vicio’, confesó alguna vez”. Su vicio y, seguramente, algo más. En las notas Cristóbal Polo señala que los Cuadernos de Paul Valéry publicados por Galaxia Gutenberg son solo una diminuta migaja de las 27.000 páginas de sus 261 cuadernos de gran formato.

Nos dice Polo que “el cuaderno es el laboratorio del instante, de la impresión escurridiza. Mirada y pensamiento son una misma cosa en el rastro que va dejando la mano sobre la superficie del cuaderno”.  Vemos -fugazmente, porque es un libro ristretto, de una brevedad que te deja con ganas de más- a un bonzo budista japonés del siglo XIV forrar las paredes de su cabaña con las hojas de los papeles que iba llenando ociosamente o la manera minuciosa en que la poeta Emily Dickinson compone su primer cuaderno herbario con 400 muestras vegetales recogidas en el jardín de su casa a los catorce años. Para el autor, sus poemas posteriores son una continuación de ese herbario de la infancia. Pasa por estas páginas, ¡cómo no! Kafka con sus diarios donde, efectivamente, aparece su yo más mundano y zascandil en medio de sus manías, obsesiones e insomnios. Y también Robert Walser, autor de esos cuadernos de anotaciones con una letra microscópica escrita a lápiz que los estudiosos de su obra tardaron décadas en dilucidar. Un libro fugaz como lo es cualquiera de esos cuadernos de notas en el bolsillo de los escritores que buscan lo imposible: atrapar la mariposa sin matarla.