«Cuando no éramos nada», de Francisco Díaz Klaassen
Ned Ediciones publica el libro de cuentos del escritor chileno Francisco Díaz Klaassen.
Texto: Guillem Borrero
Si el autor, narrador y protagonista de los cuentos incluidos en “Cuando no éramos nada” (Ned Ediciones, 2025) se llama Francisco Díaz Klaassen, tal vez habría que concluir lo obvio: estamos ante un libro de −por lo menos− ciertos tintes autobiográficos. La inteligencia e ironía de estas páginas, sin embargo, empujan a cualquier lector atento a la sospecha. ¿Es esta la primera broma de la obra? Qué más da, pero ojalá lo sea.
Desde buen inicio, el autor pone su sello con un desconcertante prólogo de aires kafkianos que termina con el clásico hallazgo, a su manera, de un manuscrito perdido escrito por un tal Francisco Díaz Klaassen y que versa, precisamente, sobre el susodicho. Por supuesto, la lectura de ese manuscrito por el narrador y primer personaje del prólogo, será también nuestra ventana al libro, una ventana abierta a un mundo que, cuento a cuento, descubriremos tan aleatorio como vaciado de sentido; también un mundo de desplazados, pero no solo de sus orígenes, sino desplazados de sí mismos y en tiempo presente: nuestro mundo.
Siendo Díaz Klaassen chileno, pero frecuente residente en Estados Unidos, la lejanía de lo que acaso alguna vez fuera su hogar, su centro, se manifiesta de múltiples formas en esas narraciones que él mismo lee y escribe y donde la enajenación intoxica cada página. Si, además, la escritura como tema de su propia escritura siempre aparece, de ello necesariamente emanará una distancia que dota a los personajes de esa constante ironía -como arma de defensa contra la incertidumbre- característica de nuestros tiempos sin horizonte. Leer a Díaz Klaassen exige, asimismo, esa actitud distante, cáustica, para no sucumbir. Nos enfrentaremos a desgracias, los fundamentos de la realidad se tambalearán, pero mejor hacerlo como si no (de igual forma que vivimos sabiendo que todos moriremos, pero como si no).
Uno tiene la sensación, cuando lleva un par de cuentos, de que este libro tenía mil páginas, pero que se perdieron la gran mayoría. Solo quedan los restos, piezas sueltas de ese primer gran rompecabezas. De esta forma, lo que extrañamente Klaassen logra es la sensación de tener algo grande, masivo, entre manos, pese a sostener menos de doscientas páginas. Como si las historias desbordaran las páginas. Como si lo que hay en las páginas solo fuera una pequeña muestra de la totalidad, una que, por pericia y oficio del autor, logra representarla entera: un pequeño pero masivo fresco de cierta contemporaneidad precaria: una civilización esclerótica, que no se atreve a prometer nada, que ha renunciado a ejercer de guía moral; solo quedan individuos atomizados y que, a lo sumo, son dueños de una bondad natural más o menos corroída por la mezquindad de la sociedad.
La lista sería abultada, pero por poner un nombre, con Bolaño −ausente, pero presente mediante sus códigos y temas−, el autor comparte no solo las tramas inusuales y los hilos tendidos de forma invisible entre párrafos alejados (muy al estilo Halfon), sino también el compromiso con el escribir. De algún modo, ambos pertenecen a esa raza de autores que han adoptado la escritura como forma de vida, una que, con plena conciencia, habrá de darles muchos más problemas que soluciones y que, pese a eso, no abandonan. Porque no pueden. Porque han caído -y parece que con gusto- en la trampa de la fatalidad del escritor que no trabaja como escritor, sino que lo es. Esa seguridad no en el éxito, sino en la necesidad de comprometerse con el propio acto de escribir, viniendo de alguien o suficientemente inteligente como para reconocer la dureza del medio, redunda en un humor si bien cruel con el propio fracaso, también una bocanada de aire fresco que resta importancia al valor de la propia misión vital. Escribir es, a fin de cuentas, contar historias. O como se dice al final del libro: son solo cuentos.
Leer a Díaz Klaassen implica atravesar la perplejidad, renunciar a ser capaz de prever hacia dónde va a tirar la trama, y disfrutar de los bandazos que dé el azar; exige un estado de constante alerta, como sospechando que todo, al fin y al cabo, puede no ser sino una broma.