Cuando el Támesis devuelve lo que se llevó
Lara Maiklem cuenta en «Mudlarking» (Capitán Swing) una peculiar afición, rebuscar a ojo en las orillas del río que atraviesa la capital británica, y nos presenta los numerosos hallazgos en que se ha traducido, desde anillos, cartas y letras de imprenta hasta un par de cadáveres.
Texto: Milo J. KRMPOTIC Fotos: Tom HARRISON y Michael WHITE
El espectador catódico de los setenta y ochenta recordará sin duda la careta de la productora Thames TV, compuesta por un popurrí de monumentos de la capital británica (el Big Ben, la catedral de Saint Paul, el puente de Londres) que se reflejaban en las aguas del río que le prestaba nombre —a continuación, tararee por lo bajo la melodía del show de Benny Hill para que el recuerdo se desbloquee por completo: de nada. A lo largo y ancho de veinticinco años, Thames TV produjo una gran variedad de programas: cómicos, dramáticos, históricos, infantiles, documentales… Pero es bastante posible que esa diversidad palidezca en comparación con los hallazgos que Lara Maiklem lleva quince años encontrando en las orillas del Támesis de verdad, un auténtico catálogo socio-arqueológico del que da buena y gozosa cuenta en las páginas de Mudlarking (Capitán Swing).
Suele suceder que uno renuncie brevemente a sus orígenes para acabar abrazándolos con más fuerza incluso. Maiklem se crio en una granja atravesada por un arroyo; la naturaleza fue el lugar donde de niña jugaba a diario y, entre tanta carrera y tanto salto, también aprendió, gracias a su madre, a observarla en sus cambios más sutiles. No obstante, cuando se mudó a Londres, necesitada de ritmos más intensos y emociones más fuertes, vivió varios años de espaldas al río, sin prestarle atención apenas. Hasta que, un día, mientras esperaba a una amiga junto a un pub de la orilla, se puso a contemplar el paso de las aguas y algo hizo clic en su interior: “En medio de aquella ciudad sucia, ruidosa y emocionante había encontrado algo familiar: un lugar salvaje y melancólico con un cielo abierto de par en par”.
La epifanía tuvo un efecto doble con el paso del tiempo. En primera instancia, el río se convirtió en el santuario al que Maiklem acudía cada vez que esa vida moderna que tanto había anhelado acababa por abrumarla. Y, más adelante, con ese pequeño gran paso que implica dejar de contemplar algo desde la barrera para zambullirse en su interior —en este caso, por mucho cuerpo líquido que haya, figuradamente—, nuestra heroína bajó a la orilla y se convirtió en una “mudlarker”. Es decir, en una practicante del “mudlarking”, término compuesto por ese “mud” que apunta al barro de cualquier ribera y por “lark”: “diversión, jolgorio, chiste”. De hecho, en la jerga inglesa, “mudlark” es uno de los nombres que recibe el cerdo, tan aficionado a hozar el lodo de la pocilga y a refocilarse en él.
Dos puntualizaciones. Aunque para Maiklem se trate de un pasatiempo y a menudo regrese de sus sesiones con la ropa hecha unos zorros, el mudlarking requiere de una gran seriedad y, además, se trata de una actividad regulada por las autoridades. Lo primero tiene que ver con el hecho de que el Támesis sea un río de marea; la cualidad misma que permite la aparición constante de los objetos que han ido cayendo en él a lo largo de varios milenios puede llevar también a que un despiste, un error de cálculo o un defecto de información te dejen atrapado entre las aguas y te obliguen a recurrir a los servicios de emergencia. Respecto a lo segundo, sucede que esos objetos cuentan a menudo con una significación histórica y tienen incluso su valor económico, y, mientras que Maiklem pertenece a quienes buscan con la mirada (los “recolectores”, según su propia taxonomía), hay otro grupo, el de los “cazadores”, que se sirve de detectores de metal, cribas y palas, y que llegó a provocar auténticos destrozos tanto en el hábitat del río como entre los objetos que no respondían a sus intereses pecuniarios. Desde 2016, la Autoridad Portuaria de Londres obliga a que todos los rebuscadores dispongan de un permiso, que puede ser estándar, para excavaciones de hasta 7,5 centímetros de profundidad, o especial, para llegar a los 120 centímetros. Ese segundo permiso se obtiene a los dos años de recibir el primero siempre y cuando hayas informado de todos tus hallazgos al Museo de Londres y pertenezcas a la Sociedad de Rebuscadores, a la que en realidad solo se puede acceder por invitación y tras la salida o muerte de uno de sus miembros. Y sí, los ingleses se pirran por los clubes privados.
En Mudlarking, Lara Maiklem sigue un trayecto geográfico de oeste a este que comienza en Teddington, cabeza de marea del Támesis a causa de una esclusa que pone fin a esta de manera artificial, y que va a culminar en su estuario, unos 150 sinuosos kilómetros más allá, dedicando un capítulo a cada zona de interés. El ritual es siempre el mismo: la autora se pone unas rodilleras negras, se enfunda unos guantes de látex, se abrocha la bolsa de los hallazgos a la cintura, se retira el pelo de los ojos, se pone a cuatro patas y comienza a rebuscar. Y, aunque los resultados puedan transitar entre el tesoro y el cero patatero, para ella no hay día malo; lo importante no es el destino, sino el trayecto, las horas que dedica a contemplar unos metros cuadrados de naturaleza. Eso sí, pese a que su mirada es fascinante en todo momento, cabe reconocer que el lector disfruta más cuando la sesión de mudlarking resulta fructuosa. Sobre todo, por las puertas que esos objetos van abriendo a la historia y curiosidades de las diferentes sociedades que ha albergado la capital inglesa.
Servidor, con un cuarto de siglo de experiencia en el periodismo cultural, buena parte de él en redacciones ha necesitado de este libro para descubrir (o, siendo optimista, recordar) el porqué de la denominación de “caja alta” y “caja baja”. Resulta que, en las imprentas de antaño, al retirar los tipos con los que se había realizado la impresión, estos se distribuían en cajas cuyo piso superior era, en efecto, para las mayúsculas, y el inferior, en efecto también, para las minúsculas. Maiklem nos lo cuenta al hablarnos de T.J. Cobden-Sanderson, encuadernador del siglo XIX y creador, junto a Emery Walker, de la legendaria tipografía Doves, bautizada según el nombre de la imprenta que poseían ambos e inspirada en los libros del Renacimiento italiano. Cobden-Sanderson aspiraba a diseñar el libro perfecto, elaborado con la tipografía de Dios, y la creó con punzones hechos a mano, en un único tamaño de dieciséis puntos, sin cursivas. Pero su talante idealista acabó chocando de lleno con el día a día del negocio y, cuando se llegó al inevitable divorcio profesional con su socio, ambos alcanzaron un acuerdo: Cobden-Sanderson se quedaría con la fuente pero, a su muerte, esta pasaría a manos de Walker. La idea, en realidad, era ganar tiempo. Cobden-Sanderson no podía tolerar que su tipografía divina tuviera un uso comercial y, entre agosto de 1916 y enero de 1917, en el transcurso de 170 salidas nocturnas, arrojó al río a la altura de Hammersmith una tonelada de plomo: los 500.000 tipos que componían la Doves. Casi un siglo después, intuyendo los lugares en los que Cobden-Sanderson podría haberse deshecho de su criatura, Maiklem encontró una efe, dos espacios en blanco y la única coma Doves que se ha descubierto hasta la fecha (otro rebuscador, Robert Green, ha logrado encontrar casi treinta caracteres de entre los 98 y 100 que componían la tipografía original, pero no dispone de ningún número y de muy pocos signos de puntuación).
Maiklem dispone de colecciones con muchos más ejemplares. Como la de tapones, sin ir más lejos, en la que destaca uno de arcilla roja sin esmalte y forma de champiñón grueso que el río conservó para ella desde tiempos de los romanos, allá por los siglos II o III de nuestra era. Cuando encuentra uno con una esvástica y la inscripción “St. Austell Brewery”, la curiosidad la lleva a investigar y descubre que la citada empresa cervecera comenzó a utilizar ese símbolo en 1890 por su mensaje de salud y fertilidad, pero renunció a él durante la década de 1920, vaya uno a saber por qué (al parecer, Carlsberg y Coca-Cola recorrieron idéntico camino).
Claro que hay tesoros subjetivos y TESOROS oficiales, y el hallazgo de estos últimos también está fiscalizado. Para las autoridades, tesoro es aquella pieza con más de 350 años de antigüedad que haya sido elaborada con metales preciosos en, al menos, el diez por ciento de su peso. Y, por mucho que se encuentre al aire libre, es desde un primer momento posesión de la Corona, de la City de Londres o de algún otro organismo. Por ello, el rebuscador debe ponerla a disposición de los museos locales y nacionales, y solo podrá quedársela en caso de que ninguno de ellos manifieste interés en su adquisición. El oro es uno de los elementos más fáciles de identificar, ya que no se mancha con el barro y reluce al sol. Maiklem cuenta también con un pequeño catálogo de piezas hechas de ese metal: “Un alfiler de corbata roto [los alfileres son su gran debilidad], una alianza de boda moderna, el cierre mariposa de la parte de atrás de un pendiente, un plumín, varias cadenas, pequeñas escamas y trozos de oro, tres cuentecitas lisas y el herrete del periodo Tudor del siglo XVI más bonito que os podáis imaginar y que debió de adornar la camisa o la chaqueta de algún caballero”.
En el apartado de anillos, Maiklem siente un cariño especial por uno que encontró en Trig Lane con la leyenda “VIVO CON LA ESPERANZA X” grabada en su cara interna. Eso le permitió identificarlo como un “posy”, por poesía; un tipo de anillo que tuvo una gran popularidad entre las parejas de los siglos XIV y XVI, y que incluía ese tipo de mensajes relacionados con el amor, la amistad, la lealtad… En cambio, cuando encontró una alianza moderna, lisa y de nueve quilates, con la inscripción “WJ 1970”, Maiklem la devolvió al río para escapar a lo que, según su intuición, sería una historia cargada de tristeza. Y es que, durante sus paseos, la autora ha encontrado numerosos testimonios de la infelicidad humana, objetos de los que alguien quiso o necesitó deshacerse en algún momento: “Oraciones y maleficios, coronas de flores, rosas solitarias, cartas de amor, fotografías rotas en pedazos y anillos de boda y de compromiso”.
Y también hay quien lanza cuerpos al río: a veces ajenos y a menudo el propio. La Unidad de Policía Marítima suele recuperar unos 35 al año, de suicidas en su gran mayoría, y la propia Maiklem se ha encontrado con dos cadáveres recientes: el de una mujer de abrigo oscuro que flotaba bocabajo con los brazos abiertos y el de un joven que descansaba, ya bajo custodia policial, en la hondonada de un lecho de barcaza. A la vez, el río continúa regurgitando a los muertos del pasado, víctimas de batallas y naufragios, de las malas artes de sus vecinos y de los accidentes. La autora relata su encuentro con un fragmento de calavera, pero también cuenta las dificultades a las que tuvo que hacer frente un equipo de arqueólogos para recuperar los restos de una niña de 12 años de la que alguien se deshizo enterrándola en el barro de la Isle of Dogs entre 1735 y 1805.
Inmune al morbo, Maiklem pasa revista a esos hallazgos con la misma naturalidad con la que celebra el regreso al Támesis de la fauna marina, sesenta años después de que este fuera declarado “biológicamente muerto”. El agua da la vida y la vida tarde o temprano se extingue en un discurrir cíclico que quizá encuentre su mejor representación simbólica, precisamente, en el ir y venir de las mareas de este río cargado de secretos y de historia.