Cuando el Ébola salta a la literatura
La escritora y dibujante Véronique Tadjo publica «En compañía de los hombres», en la Editorial Malas Compañías.
Texto: David Valiente
En 2014, el Ébola, un virus con tendencias escapistas, apareció de pronto para desaparecer dos años después, dejando como pruebas de su estancia dentro de las comunidades humanas del África Occidental casi 29 000 contagiados, de los cuales 11 000 no pudieron contar el horror que vivieron. En España e Italia hubo un caso y cuatro en Estados Unidos.
La escritora y dibujante Véronique Tadjo (París, 1955) recupera la memoria de la terrible epidemia que atemorizó a una buena parte del continente africano en su novela En compañía de los hombres, publicada por la colección Libros de Baobab de la Editorial Malas Compañías. No es la primera vez que la autora con ascendencia marfileña nos invita a recordar. En 2003, en España, vio la luz La sombra de la Imana, un texto que explora el horror de lo sucedido en Ruanda en la década de los 90, a través de la crónica, el ensayo, el testimonio y la poesía.
¿De dónde surgió la idea de escribir un libro sobre las epidemias de Ébola?
En 2014, empecé a ver imágenes sobre la epidemia que en ese momento azotaba el África Occidental en la pantalla del televisor. Al principio, pensé que el avance del virus se detendría rápidamente, pero el paso de los meses demostró lo contrario: el número de muertes aumentaba a un ritmo vertiginoso. Por aquel entonces, vivía en Sudáfrica, país que estuvo muy implicado en la lucha contra el virus. En Johannesburgo, en la universidad donde enseñaba, asistí a varias conferencias sobre la epidemia. Completé este conocimiento con una serie de investigaciones que realicé por mi cuenta. Más tarde, viajé a los Estados Unidos, donde la cobertura mediática era muy intensa. Sin embargo, la idea de escribir una novela sobre la epidemia del Ébola surgió en mis frecuentes estancias en Abiyán (Costa de Marfil). Los marfileños esperaban que en cualquier momento el virus cruzara la frontera con Guinea. Por ese motivo, se adoptaron todas las medidas de higiene posibles: lavarse las manos con agua clorada antes de entrar en un lugar público, no darse la mano ni besarse en los saludos, no comer carne de caza, evitar aglomeraciones, lavarse las manos con frecuencia… Quise visitar el Hospital de Treichville, donde se encontraba el centro de lucha contra el Ébola, y justo al lado del edificio se alzaba un árbol majestuoso, cuyas ramas frondosas proyectaban su sombra sobre el techo. En ese instante, me pregunté qué habría visto y escuchado si el caos epidémico hubiera llegado a nosotros, cosa que por suerte no sucedió, aunque sí se registraron unos pocos casos. Conozco los tres países más afectados por la enfermedad: Guinea, Liberia y Sierra Leona, y no me resultaba difícil imaginar la tragedia allí vivida. Tras un largo periodo de angustia, en marzo de 2017, la Organización Mundial de la Salud (OMS) anunció oficialmente el fin de la epidemia de Ébola. Luego, tras la celebración, todo quedó en silencio. No se volvió a hablar del tema, se trató como si fuera algo tabú. En ese momento, decidí escribir sobre el virus. Recordé aquel gran árbol del Hospital, que se convirtió en el Baobab, el árbol y personaje que narra la novela. La novela permite prolongar el tiempo de reflexión, mientras que las noticias irrumpen en nuestras vidas de forma acelerada y nos dejan paralizados por el miedo. El Ébola impactó profundamente en las personas, incluso se llegó a instalar una psicosis global. Con esta novela, mi intención era continuar reflexionando sobre los acontecimientos.
Me ha impactado el hecho de que tres de sus personajes sean el baobab, el murciélago y el propio virus del Ébola. Imagino que tendrían mucho que decir…
Les di voz porque también forman parte de la tragedia. Los humanos no solo invaden su territorio sino que también quieren hacer lo mismo con el de los no humanos. A menudo olvidamos que también pertenecemos a la naturaleza y algunos fenómenos como un ciclón, un tsunami o un gran incendio forestal nos recuerdan nuestras vulnerabilidades y lo insignificante que es, en realidad, nuestro lugar en el entorno natural. No controlamos las fuerzas de la naturaleza y, además, sin ella, terminaría nuestra existencia, pero no nos detenemos a la hora de explotar sus recursos naturales. Tampoco respetamos el hábitat de los animales, lo hemos reducido y algunas especies se encuentran al borde de la extinción, y, en muchos casos, los maltratamos o los explotamos en granjas industriales. Con mi novela, me aventuré a reforzar la idea de que no escuchamos a la naturaleza, en el sentido de comprenderla. Sabemos todo esto, pero actuamos como si las hubiéramos olvidado.
¿Cuál es su relación con la naturaleza?
Crecí en Costa de Marfil. Mi padre es del sur del país, donde predomina la selva. Debo admitir que la selva me atrae y me asusta al mismo tiempo. Existe algo sagrado en su espesura, algo extremadamente impresionante. Es la cuna de la vida y el hogar de árboles grandes y nobles, aves, mamíferos, invertebrados, insectos… Corres el peligro de perderte entre su exuberancia, por eso hay que conocerla bien y aprender a vivir en armonía con ella. Aunque resulte paradójico, también me gusta mucho el desierto por su increíble sobriedad. Se suele pensar que en su suelo no ocurre nada, pero en realidad ocurren muchas cosas invisibles a la vista. Solo conociendo el terreno se puede construir una vida en él. Dicho esto, no quiero que piensen que idealizo la naturaleza. La naturaleza se puede presentar hermosa y mostrar sus peligros al mismo tiempo. Puede arreglárselas sin la especie humana, pero nosotros no sobreviviríamos sin ella. Por esa razón, es absurdo llevarla al límite. La naturaleza tiene una parte invisible todavía incomprensible para nosotros. Cuando creemos que la controlamos, que somos sus dueños, se nos escapa.
Sus personajes no tienen nombre, edad ni apariencia física, los identificamos por la vinculación que tienen con el virus: sus personajes son médicos, enfermeras, enterradores, moribundos… ¿Por qué?
Los personajes pierden su identidad frente a una enfermedad que amenaza la supervivencia de la especie humana. La lucha es lo importante porque la acción nos define. Me impresionó ver a los médicos embutidos en sus trajes de protección herméticos, que impedían a los enfermos ver los rostros o los cuerpos de quienes intentaban salvarles. Se convirtieron en seres anónimos e irreconocibles tras la visera de sus cascos. Pero no eran los únicos que perdían su identidad. La enfermedad también se la arrebataba a los pacientes: no eran más que cuerpos sin nombre, sin pasado y, en algunos casos, también sin futuro. Por eso, decidí que los personajes fueran definidos únicamente en función al rol que desempeñaban durante la epidemia. En cuanto al lugar donde ocurre la acción, no me decanté por elegir ninguno, sino que fusioné los tres países más azotados por el Ébola, el virus no conoce fronteras, el contagio pasa de un sitio a otro y, cuando golpea a los seres humanos reparte, sufrimiento, miedo y caos por igual.
El sufrimiento, el miedo, el caos… son sentimientos que aborda en su novela.
En áreas rurales, por ejemplo, la solidaridad se desarrolla más fácilmente porque las personas se conocen y conviven dentro de pequeñas comunidades. Son muy conscientes de lo necesaria que es esa ayuda para sobrevivir. En cambio, en la ciudad, donde está el dinero y se toman las decisiones, la corrupción se extiende con más facilidad. El individualismo es un fenómeno asociado a lo urbano, y la corrupción es una forma de desvincularse del resto de personas y solo pensar en los propios intereses. Si la élite es rapaz, se perpetuará la corrupción. Por eso, siempre se requiere de una vigilancia estricta, especialmente en tiempo de crisis. No está en juego la cultura, sino la superestructura social.
Los humanos hemos conquistado el mundo, nos encontramos en la cúspide de la pirámide; sin embargo, un ser microscópico puede derribarnos con una facilidad desconcertante.
Estamos hechos de carne y hueso y somos mortales. Queremos negar la muerte, ocultarla, fingir que no nos afecta. Es cierto que nuestras vidas son más longevas que nunca, pero ¿a qué precio? En cualquier caso, aún no hemos logrado esquivar las garras de la muerte. Ayer fue el Ébola y la Covid; mañana será otra enfermedad, porque la modernidad no garantiza la supervivencia ante epidemias, pandemias o desastres naturales. Ni siquiera frente a nosotros mismos, los mayores destructores del planeta. Los seres humanos deberíamos temernos: nuestros cohetes nos han llevado al espacio, pero seguimos sin poder controlar nuestros instintos primarios. Las guerras, a menudo, se siguen cobrando más vidas que los virus. En el ser humano todavía pervive el lado animal. Por eso, deberíamos aprender a comprender nuestra naturaleza para comenzar a cambiar nuestra forma de vida. Ese trabajo interior es ineludible, incluso más necesario e importante que todas las tecnologías del mundo.
¿Qué debilidades revelan las poblaciones locales en la lucha contra el virus?
Creo que la peor es la falta de información, ya que alimenta la irracionalidad. Cuando las personas no comprenden lo que está sucediendo, se encierran en sí mismas y dejan de escuchar a los demás. Por eso, es urgente devolver a las poblaciones vulnerables la capacidad de protagonizar su propia recuperación. Para ello, no se debe subestimar su capacidad de reflexionar y tomar el control de la situación si se les brindan los medios adecuados.
¿Cree que Occidente apoyó lo suficiente a los países africanos en su cruzada contra el virus?
No realmente. Occidente tardó mucho en actuar con eficacia y mostró un mayor compromiso al final del brote. Los gobiernos occidentales pensaron que estaban protegidos por la distancia y que el problema no les afectaba. Sin embargo, cuando se dieron cuenta de que el virus viajaba y les podía alcanzar, terminaron por reaccionar con mayor solidez. El Ébola produjo la misma reacción de miedo y rechazo que el SIDA: la gente no quería acercarse a los enfermos, decían que la enfermedad afectaba solo a personas que no eran normales. Cuando la epidemia de Ébola terminó, los países occidentales podrían haber sacado lecciones fundamentales sobre su gestión, sobre todo su tendencia a negar la catástrofe. De haberlo hecho, habrían estado mejor preparados para enfrentar la Covid.
Cuando las sociedades enfrentan la incertidumbre desatada por las guerras o las pandemias, ¿qué papel juegan la imaginación y la creación literaria para ayudar a sobrellevarla?
En medio de la acción, es difícil recurrir a la imaginación y la creación literaria. Las personas están centradas en sobrevivir. Por eso, es importante imaginar con ellas escenarios más positivos. El teatro, por ejemplo, ha desempeñado un papel crucial en la transmisión de información sobre el virus. Las obras se representaban en las áreas rurales y explicaban la enfermedad y las medidas que deberían tomar de una manera creativa, a veces incluso con un toque de humor; también se publicaron libros ilustrados. Sin embargo, creo que la imaginación desempeñará un papel más relevante después de una epidemia, porque ayuda a preservar la memoria de los acontecimientos y a construir el futuro.
¿Qué lecciones podemos extraer de una epidemia o pandemia? Y en su opinión, ¿qué lecciones quedan aún por aprender?
En realidad, las lecciones son muy simples. Como individuos, no podemos olvidar que solo la solidaridad puede sacarnos del estancamiento. El miedo nos aleja de la solidaridad que existe naturalmente en nosotros. Es fundamental crear condiciones que la fomenten en lugar de señalar con el dedo a determinadas comunidades. Los profesionales de la salud saben que una epidemia puede surgir en cualquier lugar; las sociedades más avanzadas tampoco están exentas. Lo importante es la gestión de la enfermedad: hay una serie de protocolos que deben activarse rápidamente, y tanto los gobiernos como la población deben estar preparados para cualquier eventualidad.
Aquí, en España, apenas conocemos sobre las tendencias culturales de Costa de Marfil. ¿Qué destacaría de su paisaje literario?
La literatura goza de buena salud en Costa de Marfil, entre otros motivos, porque tenemos la suerte de contar con un número considerable de editores en comparación con otros países de la región. Por supuesto, no todo es perfecto, pero cada vez contamos con más y mejores ferias del libro, más y mejores premios literarios, más y mejores asociaciones de escritores… Gracias al crecimiento de las estructuras culturales, no faltan autores. Bernard Dadié, Ahmadou Kourouma, Amadou Hampâté Bâ, Bottey Zadi Zaourou y Noël Ebony marcaron un camino que la siguiente generación (Tanella Boni, Fatou Keïta, Gauz y muchos otros escritores) está continuando. La poesía y el slam son géneros muy apreciados por los jóvenes. No obstante, a los editores todavía les cuesta vivir únicamente de la venta de literatura. A menudo, deben diversificar sus ingresos en el mercado de libros escolares. Pero creo que esto cambiará cuando se consolide una verdadera cultura lectora.