Confesiones de un chamán. En Brasil con Davi Kopenawa

Capitán Swing publica la esperada traducción al castellano de ‘La caída del cielo’, el libro que narra en primera persona la vida y pensamiento de Davi Kopenawa, líder y chamán yanomami. Entrevistamos a Kopenawa unos días después de que participara en el desfile de carnaval de la escuela de samba Acadêmicos do Salgueiro en el Sambódromo de Río de Janeiro.

Texto y foto: Bernardo Gutiérrez / Río de Janeiro    Fotos sambódromo: Lela Beltrão/Sumauma

 

Davi Kopenawa garabatea letras en una servilleta. Primero una E, luego una S, una P. «España», pronuncia guturalmente en el salón de una casa elegante del barrio Jardim Botânico, en Río de Janeiro. «Sí, la entrevista es para España», digo con timidez. Davi me observa distante. Le confieso que conocí la Amazonia de niño, cerca de la casa de sus parientes yanomami de Venezuela. Parece no impresionarle. Afuera llueve a cántaros. Asan carne en una parrilla para la fiesta de celebración del cumpleaños de Davi Kopenawa. Se cree que nació alrededor de 1956. El 18 febrero es su aniversario aproximado-oficial.

 

Davi viste la camiseta del desfile de Salgueiro. La palabra Hutukara, estampada. Hutukara, el cielo original a partir del que se formó la tierra. Me mira desde un silencio intenso. Ahí está él, el líder indígena más conocido de la Amazonia. El que ya discursó en la ONU. El histórico símbolo de la ONG Survival International. El chamán más célebre del mundo. Hace seis días que la comitiva yanomami se hospeda cerca del parque natural Pedra Branca, a 45 kilómetros del centro de Río de Janeiro. Hace cuatro días que David Kopenawa entró en el Sambódromo en lo alto de un camión de la escuela de samba Acadêmicos do Salgueiro. Nos envuelve el aire denso y dulzón de un momento histórico.

 

«¿Estás grabando el sonido con eso?», me pregunta apuntando a mi teléfono. Escupo una torpe retahíla de preguntas: ¿Cómo fue el contacto con Salgueiro?, ¿Cómo fue el diálogo con la lucha afro de las favelas?

 

Un chamán en la favela. Kopenawa se explica con lentitud, en un personal portugués que los transcriptores digitales no descifran. Los carnavalescos de Salgueiro «leyeron A queda do céu, mis palabras, mis ideas, la sabiduría del pueblo Yanomami». Después, en una reunión en São Paulo en 2023, Salgueiro propuso una colaboración. Aquel encuentro comenzó tenso. Alguien del equipo de Salgueiro usaba joyas de oro. “¿Sabes que eso es la muerte para mí, no?”, le dijo el líder yanomami, aludiendo a los garimpeiros (buscadores de oro) que hace décadas que asolan su tierra. En 2009, cuando Davi Kopenawa viajó a Madrid para recibir la medalla Bartolomé de las Casas, un periodista le preguntó: ¿por qué mira tanto la medalla? «Omama (el creador) no permite que se extraigan metales de la tierra. La tierra es un lugar sagrado y protegido», respondió.

 

Davi aceptó la propuesta de Salgueiro con dos condiciones: que el desfile no se dedicara a un Indígena genérico, sino a los Yanomami, y que no fueran tratados como sufridores, sino como un pueblo resistente de gran sabiduría. ¿Cómo te sentiste al desfilar en el Sambódromo?, le pregunto. Davi me fulmina con la mirada. «Estoy contando cómo es Salgueiro. Primero fui al morro (favela) a conocer su casa. Existía una voluntad de hacernos amigos. El pueblo negro fue el primero que sufrió con los blancos», asegura firme. En su visita a Salgueiro, tal como recogió la crónica de Sumauma, Kopenawa conoció a mujeres curanderas. Y escogió el samba-enredo (la canción) de Salgueiro para el Carnaval de 2024.

 

Davi se va relajando. Dibuja una A, una N. Una H y una A. Un círculo rodea a la palabra ESPANHA. Cada respuesta de Davi es una cosmogonía. Solo tras narrar un origen remoto, responde: «La alianza con el pueblo negro va a ser fructífera contra el hombre capitalista que quiere oro y deforestar la selva. Así se encontró la Hutukara con la samba«. Poco a poco, capto que para Kopenawa el desfile del Sambódromo es parte de su libro. Es otra forma de narrar La caída del cielo. La letra del samba-enredo Hutukara procesa la lírica filosofía del libro para multitudes: «Aprendí portugués, la lengua del opresor /  Para probarte que mi pena es también tu dolor«.

 

Libro de libros. Davi cita La caída del cielo con orgullo. Reincide en su importancia. «La caída del cielo está al inicio del camino. Anda delante mí y de mi lucha, contando la historia yanomami. Nunca vi a otro pueblo indígena con un libro. Entonces, nuestro pueblo Yanomami es el número uno», sentencia. Los Yanomami no son la etnia más numerosa de la Amazonia (son 35.000 individuos repartidos entre Brasil y Venezuela), pero sí la más conocida internacionalmente. La palabra yanomami, que significa «seres humanos», está asociada a la lucha contra los misioneros de la New Tribes Mission, los garimpeiros, la carretera Perimetral Norte y las enfermedades de los blancos.

 

La caída del cielo no es un libro al uso. Su embrión fueron tres cintas que Davi Kopenawa envió en 1989 al antropólogo francés Bruce Albert explicándole la tragedia provocada por los garimpeiros. Bruce estudiaba a los Yanomami desde 1975 y pasó largas temporadas en la Watoriki (casa colectiva) de Davi, en el río Toototobi, en el estado de Roraima. El antropólogo, fluyente en yanomae tʰë ã, el dialecto de la familia lingüística yanomami hablado por Kopenawa, publicó su relato en francés y en portugués. El mundo entero empezó a interesarse por los Yanomami. La caída del cielo incluye un extracto de texto de la Folha de São Paulo de junio de 1989: «La pista de aterrizaje del puesto de Paapiú parece un decorado de la guerra de Vietnam. Cada cinco minutos aterriza o despega un avión. Los Yanomami han sido abandonados a los buscadores de oro».

 

Tras aquellos primeros textos, Kopenawa le pidió a Bruce que publicara un libro. «Tenéis que escucharme, no queda mucho tiempo», le dijo. Nacía una colaboración-conversación a fuego lento. La caída del cielo es fruto de 93 horas de entrevista grabadas entre 1989 y 1999 y de muchos encuentros informales. Reorganizados en primera persona, los testimonios de Kopenawa configuran un relato en el que su historia personal se entrelaza al destino colectivo. «Se expresa a través de una compleja imbricación de géneros: mitos y relato de sueños, visiones y profecías chamánicas, discursos relatados y exhortaciones», escribe Bruce en el prólogo de un libro que tardó más de una década en escribir. Tras su publicación en francés en 2010, se editó en inglés (2013), portugués (2015) e italiano (2018). Ahora, en español.

 

El Kopenawa que habla encorsetado en portugués, en su lengua crea imágenes plásticas y potentes metáforas. Su palabra es literatura pura. «El pensamiento de estos blancos está nublado por su deseo de oro. No dejan de escarbar en la tierra fangosa como cerdos salvajes. Por eso los llamamos urihi wapopë, «comedores de tierra», recoge el libro. Los blancos, para Kopenawa, son el «pueblo de la mercancía»: «Empezaron a arrancar los minerales del suelo con avidez. Se enamoraron de las mercancías como si fueran mujeres hermosas. Pronto olvidaron la belleza de la selva (…) Las mercancías los ponen eufóricos y oscurecen su espíritu. Fabrican objetos sin descanso y siempre quieren otros nuevos. Sueñan con su coche, su casa, su dinero y todas las demás posesiones, las que ya tienen y las que todavía siguen deseando (…) Me temo que esta euforia de la mercancía no va a tener fin y que acabarán enredados en ella hasta el caos».

 

La palabra xawara, recurrente en La caída del cielo, designa una epidemia en la que se funden enfermedades, la avaricia de los blancos, «el olor nauseabundo de las herramientas de metal», la contaminación. La epidemia xawara se complace «allí donde los blancos fabrican sus mercancías y donde las acumulan». Cuando menciono la última fiebre del oro en territorio yanomami, permitida e incentivada por el gobierno de Jair Bolsonaro, Kopenawa ensombrece su mirada. Ellos nombran al ex presidente con un apodo: xawara. «Bolsonaro es xawara, va a destruir todo. Está interesado en extraer nuestra riqueza. Madera, oro, piedras preciosas», sentencia.

 

La voz literaria de Kopenawa gana cuerpo al narrar la gran profecía chamánica. De principio a fin, el libro está atravesado por la caída del cielo, el apocalipsis que llegará si desaparecen la selva y los chamanes: «La selva está viva. No puede morir, salvo que los blancos se empeñen en destruirla. Si lo consiguen, los ríos desaparecerán de la tierra, el sol se volverá quebradizo, los árboles se secarán y las piedras se partirán por el calor. La tierra reseca se quedará vacía y en silencio. Los espíritus xapiri huirán. Sus padres, los chamanes, ya no podrán llamarlos y hacerlos bailar para que nos protejan. Entonces moriremos uno tras otro, y los blancos igual que nosotros. Los chamanes acabarán muriendo todos. Y, si no sobrevive ninguno que lo sostenga, el cielo se hundirá». Para él, la noción occidental de «futuro» es un cielo preservado de los humos de epidemia xawara, firmemente anclado.

 

Los blancos. Davi Kopenawa dibuja círculos alrededor de la palabra ESPANHA. Le pregunto sobre su primer contacto con la ciudad, en Manaos, en los años ochenta. Sin la tensión inicial, Davi se entrega a una nueva cosmogonía. Rebobina hasta el antes-de-la-ciudad. Cuando salió de la aldea para aprender portugués con la Fundación Nacional del Índio (FUNAI), era un niño. «En mi comunidad, me liberaron. Aprende a hablar portugués, me dijeron, pero para ayudar a tu pueblo, no a los blancos, ¿ok?», afirma. Durante su adolescencia, recorrió el estado de Roraima y el norte del estado de Amazonas, mediando entre los Yanomami y funcionarios del gobierno. En 1976, la FUNAI le contrató como intérprete. Cuando llegó a Manaos, se preguntó qué eran aquellas luces en la oscuridad: «Durante el día ¡había tanta gente y tanto ruido! No sabía lo que era el dinero y que en la ciudad no se podía comer ni beber sin él. Veía a todos esos blancos con un poco de miedo». La caída del cielo describe su desconcertante fascinación inicial por los blancos: «Me decía: ¡Más adelante, tendré un motor para correr por los ríos en una gran canoa! Solo pensaba en sus mercancías. Aquellos objetos nublaban mi espíritu y me hicieron olvidar todo lo demás».

 

Tras pasar un año internado en un hospital por tuberculosis, Kopenawa decidió volver a su aldea para proteger a su pueblo. Se había consumado su desamor por los blancos. Al dejar Manaos, sintió rabia. «Los cazadores mataban a las panteras o los caimanes solo para vender la piel. Tiraban la carne. Mataban a mis parientes. Los blancos no servían para nada». Su desencanto se sintetiza en una frase: «Cuando nos mezclamos con los blancos, todo empieza a ir mal. Nos prometen mercancías cuando lo único que quieren es robarnos la tierra». Al contrario del «pueblo de la mercancía», los Yanomami nunca se quedan con las cosas que fabrican o reciben. «Se las damos muy pronto a quienes las desean –cuenta Davi en el libro–, así que se alejan rápidamente de nuestras manos, pasando sin parar de una persona a otra».

 

De repente, hablando de sus viajes a Londres, Nueva York, París y Madrid, Kopenawa comienza a reírse. Mueve los labios, pronuncia onomatopeyas, intentando recrear la prisa de los blancos. «En Londres vi a mucha gente andando de aquí para allá, para no llegar tarde a sus citas. No vi bosques como los nuestros. Vi mucha basura, coches viejos amontonados, agua contaminada», asegura. La caída del cielo contiene muchas descripciones sobre los napëpë, palabra reservada para blancos, enemigos y extranjeros. «Apenas duermen y corren todo el día adormilados. Solo hablan de trabajo y del dinero que les falta. Viven sin alegría y envejecen rápidamente porque están ocupados en adquirir nuevas mercancías». Según él, el cielo de los blancos es bajo:  «Los humos de sus fábricas no dejan nunca de elevarse hacia el pecho del cielo, lo que lo deja seco y polvoriento. Reseco por el calor, se vuelve frágil y se rompe en jirones como un vestido viejo». Por eso, cuando se queda demasiado tiempo en la ciudad, su espíritu se embota y se llena de oscuridad. «Me pongo nervioso y ya no puedo soñar. Yo nací en la selva. Solo puedo escuchar los cantos de los xapiri en la tranquilidad que me da la selva. Me encanta su silencio», expresa en el libro.

 

Un chamán que sueña. El rostro de Kopenawa muta al hablar de la selva. Transpira paz. Urihi, la tierra-selva. Urihinari, el espíritu de la selva visto por los chamames. Aunque las palabras «rabia», «furia» e «ira» flotan en La caída del cielo, el amor es el suelo de su relato existencial. Amor y fraternidad con todos los seres vivos. «Yo soy la selva», dice. No hay frontera entre el yo interior y el exterior. Entre naturaleza y cultura. La tierra tiene corazón y respira. Urihi no es la naturaleza de Occidente: es una entidad viva con una compleja dinámica cosmológica entre humanos y no-humanos. En la selva  –escribe el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro en la introducción de la edición brasileña del libro–, la ecología somos los humanos, pero también los xapiri, los animales, las árboles, los ríos, los peces, el cielo, la lluvia, el viento y el sol. Todo lo que no tiene cerca. Por eso, los malos cazadores yanomami son aquellos que guardan para sí los animales que matan.

 

Los minerales también son parte de la receta para evitar la caída del cielo. Los metales, explica Davi en el libro, penetran en la tierra como las raíces de un árbol. La sujeta como las espinas de un pez o el esqueleto de nuestro cuerpo. La mantienen firme igual que nuestro cuello nos sostiene la cabeza. «Si los blancos empiezan a arrancar el metal de la tierra, pronto no quedarán más que piedras, grava y arena. El suelo se volverá frágil y terminaremos hundidos bajo la tierra», recoge La caída del cielo. El chamán Kopenawa siente una responsabilidad planetaria. Sabe, como los científicos están comprobando recientemente, que sin selva, la lluvia desaparece y la vida planetaria entra en riesgo. Por eso, el chamán Kopenawa no protege su propio cielo, sino el de todos. «Mientras nosotros, los habitantes de la selva, existamos, vosotros creceréis con salud», dice en el documental Floresta, um jardim que a gente cultiva.

 

Kopenawa me clava las pupilas para hablarme de la Urihi, la tierra-selva. «Los árboles son muy importantes para dar sombra, para que la tierra no se caliente. La raíz sostiene el alma de la tierra. El árbol es como nosotros. Tiene una vida, tiene sangre, tiene energía para limpiar el aire. Si le cortas el tronco, grita, aunque nadie le escuche.

 

-El pajé sí les escucha, ¿verdad?, pregunto, usando la palabra más habitual en portugués para chamán

-Sí, los pajés escuchan. Cuando les cortan, los árboles gritan, ay ay, clas, ay. Gritan. ¿Tú no gritas cuando alguien te pega?

-Claro

-Los árboles también lloran

 

Kopenawa tiene razón. La selva está viva. Respira, pero los blancos no se dan cuenta. «Ni todas las mercancías de los blancos serían suficientes a cambio de sus árboles, frutos, animales y peces. Las pieles de papel de su dinero nunca serán suficientes para compensar el valor de los árboles quemados, del suelo reseco y de las aguas contaminadas. Los ríos son demasiado caros».

 

La palabra pajé nos conduce a la ritualística chamánica. Cuando regresó a su aldea, Davi aprendió los saberes ancestrales con su suegro chamán. Con él, empezó a tomar yãkoana, polvo alucinógeno extraído de árboles de la familia Virola. La yãkoana conecta al chamán al alma de la selva. «Aprendí mirando, de cerca, en mi Watoriki, tambaleándome sobre el suelo. Tomando yãkoana, Omama me cuida», me cuenta Davi. Y así, el chamán aprende a cuidar a los habitantes de la Urihi. La yãkoana despliega un visillo traslúcido que enreda los sueños, la selva-que-respira y los recados cifrados de los xapiri. «Cuando bebemos yãkoana, los xapiri bajan bailando en sus espejos, por caminos invisibles para la gente corriente, frágiles y luminosos como eso que los blancos llaman electricidad. (…) Sus imágenes amplían nuestro pensamiento. Solo los xapiri nos hacen verdaderamente sabios cuando bailan para nosotros», explica en La caída del cielo. La selva es un plenum anímico. No está vacía. Aunque los blancos no los vean, los espíritus viven en ella, como los animales: «Tampoco vayáis a creer que las montañas simplemente están puestas en la selva así porque sí. Son casas de espíritus; las casas de los ancestros. Omama las creó para eso. (…) La casa de espíritus de un gran chamán anciano se parece a los edificios de una ciudad y puede rebasar incluso la espalda del cielo».

 

Copy: Bernardo Gutiérrez

Los rituales de un pajé pueden durar horas. Días. «Omama nos prepara para el sueño. Los Yanomami soñamos con la tierra, con la selva, con el agua, con la lluvia, con la luna. El sueño es la escuela de los Yanomami», me dice. Busco frases análogas, subrayadas en mi libro: «Los blancos no sueñan tan lejos como nosotros. Duermen mucho, pero solo sueñan con ellos mismos. Su pensamiento está obstruido y dormitan como tapires o tortugas». Los Yanomami se saben oníricamente superiores. Lo son. Cuando quieren conocer las cosas, tratan de verlas soñando. Son maestros en el arte de lo que el neurocientífico Sidarta Ribeiro llama «sueño consciente».

 

Un indígena mayor –derrocha energía, carisma– se sienta a mi lado. Muestra un potecito. «Rapé limpito de los parientes Yawanawa. Es suave, Davi», dice. Ambos aspiran rapé, una mezcla de tabaco, hojas y cortezas. Ahora le reconozco. Es el mítico Aílton Krenak, quien en 1987, durante la Asamblea Constituyente de Brasil, se pintó la cara con jenipapo negro para pronunciar un discurso de luto que ayudó a proteger las tierras indígenas en la Carta Magna. Krenak. El primer indígena aceptado en la Academia Brasileira de Letras, el pensador del saber ancestral, el que define la «coreografía como caligrafía». Le pregunto a Kopenawa sobre la importancia de la infancia y por qué sugirió a Acadêmicos do Salgueiro que los niños desfilaran. Él tiene cinco hijos, cuatro nietos. «Ellos son el futuro. Tiene que haber una generación nueva que se prepare para la sabiduría tradicional. Lo tradicional es la tierra verdadera», me dice. Aspira rapé. «Tomar yãkoana hoy… sería… demasiado fuerte», remata, sonriendo con picardía.

 

La tarta de cumpleaños nos espera. La palabra ESPANHA está rodeada de varios círculos. Retrato de Davi en el jardín. El diluvio continúa. Me corrige la pronunciación de Hutukara. JU-TU-KA-RA. Rememoro las dos semanas que facilitaron una hora y media de entrevista. Conversaciones con Marcos Westley, el indigenista que acompaña a Davi hace décadas. El legendario desfile del Sambódromo, con Kopenawa y Krenak reverberando en millones de televisiones. Visita a la Escuela Acadêmicos de Salgueiro durante la apuración del resultado del Carnaval carioca. Kopenawa sentado en primera fila, atentísimo. Charla con Dario, su hijo, que está «loco para volver a casa». Sé que Davi también lo está, porque nunca se acostumbró al ruido de la urbe. Los xapiri odian el humo y el olor a asado.

 

Entramos al salón. Suena un parabéns pra você (cumpleaños feliz). Alguien empieza a cantar el samba-enredo Hutukara: «El suelo de Omama / La oscuridad y la llama, Dios de la creación / Chamán en trance de yãkoana«. Me retiro. Al subirme al taxi, recuerdo el dibujo de ESPANHA en la servilleta. Entonces, me sentí frustrado. Ahora, escribiéndolo, entiendo que no era más que un McGuffin, un objeto hitchcockniano-chamánico. Quiero pensar que fue el chamán Kopenawa, maestro narrativo, quien forjó el artificio literario para mantenernos atentos a su relato. La servilleta dibujada es más útil así, olvidada, que en la página de una revista. Ahora, todo lo irrelevante se esfuma. El dibujo de Davi. La neblina de un cumpleaños aleatorio. El humo y el ruido. Lo importante es su palabra.

 

Intento un final de su agrado. El verde del barrio Jardín Botánico respira afuera del taxi, aunque los blancos no lo sepan. Imagino a Davi Kopenawa volviendo a su casa. Está ya en la Watoriki colectiva desde la que sostiene el firmamento. El ruido de la ciudad queda atrás. La caída del cielo, más que a final de un pueblo, suena a principio de un mundo: «Ya no oigo ni coches, ni máquinas, ni aviones. Ya solo oigo a los sapos tooro y a las ranas krouma que llaman a la lluvia en la selva. Solo oigo el murmullo de las hojas en el viento y el rugido de los truenos en el cielo. Las palabras ignorantes de los políticos de la ciudad se desvanecen poco a poco en la tranquilidad de mi sueño».