Cesare o el desamor

Altamarea publica la antología «Cartas de desamor» de Cesare Pavese.

 

Texto: Ana Rodríguez Álvarez  Ilustración: Hallina Beltrâo

 

La semana pasada, mientras tomábamos unas cañas en nuestro bar habitual, mis amigas y yo nos pusimos a hablar de divorcios. Ahora que los cuarenta empiezan a asomarse –o que están recién cumplidos–, en nuestra pandilla ya hemos asistido a varios, ninguno parecido al anterior. Porque los divorcios –como habría dicho Tolstoi de haber nacido en otra época–, al igual que las familias infelices, lo son cada uno a su manera.

Algunas de mis amigas comentaron sus experiencias: las fases del duelo, las recaídas con los ex, la recuperación, los cortes de pelo radicales, la importancia de tener una red de amigos, el exceso de alcohol en las fiestas, los mensajes etílicos de después… En apenas media hora acabaron exponiendo, sin proponérselo, una guía para empezar de cero tras una ruptura.

Por si quedase alguna duda de que sus consejos no estaban destinados a caer en saco roto, A. sentenció:

–Las que tenéis pareja, no os riais tanto. Estadísticamente os va a tocar antes o después. Así que podéis ir tomando nota.

Y decidimos sobrellevar las desgracias del amor en estos tiempos líquidos pidiendo otra ronda de cervezas.

 

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Al día siguiente, leí que se acababa de publicar una antología de cartas de desamor de Cesare Pavese. Quizás fue la conversación de la noche anterior; quizás un acto de resistencia inconsciente; quizás mi fascinación por Pavese, pero el caso es que me lo compré esa misma tarde.

A Pavese lo leí por primera vez cuando tenía veintitantos años y, desde aquella, cada vez que lo escucho nombrar, me viene a la mente uno de sus versos: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Me acuerdo entonces de esa época que ahora me parece tan lejana y del hombre que compartía sus ojos con la parca. Y me sorprendo al comprobar cómo personas que en algún momento fueron decisivas hoy se han convertido en recuerdos vagos, desdibujados, apenas una leve marca. Como cuando escribes a lápiz y, tras borrar el trazo, tan sólo queda un surco incoloro que recorre el papel.

 

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Leo el libro durante un viaje en tren. Una señora me observa muy atenta tras sus gafas. No mira la portada, sino mis ojos: creo que está tratando de adivinar si he llorado porque los tengo un poco hinchados.

 

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La selección de cartas abarca un arco temporal de dieciocho años: desde el 15 de septiembre de 1932 al 26 de agosto de 1950, justo un día antes de que Pavese se suicidara en el Albergo Roma de Turín. Escribe, sobre todo, a E., a Fernanda Pivano, a Bianca Garufi y a Constance Dowling. A esta última dedica la carta más bella de todas: la fechada el 17 de abril de 1950.

Mando una foto de las dos primeras páginas de esa carta a mi amiga L., que es una abogada-poeta y vive al otro lado del mar:

–¿Te das cuenta? –me dice en un audio–. Empieza la carta confesándole que ya no tiene ánimos para escribir porque la poesía vino y se fue con ella y, sin embargo, todo lo que escribe a continuación es lirismo puro.

  1. tiene razón. Pavese, por ejemplo, utiliza por dos veces una expresión que bien podría servir de epítome para los amores contrariados: «el horror y la maravilla». El poeta llora su destino y el de Constance, una «pobre mujer fuerte, lista, en desesperada lucha por la vida», una «cara de primavera» a la que tiene que decir adiós: «Queridísima, no volverás a mí, aunque vuelvas a poner los pies en Italia. Ambos tenemos cosas que hacer en esta vida que hacen improbable que nos encontremos de nuevo». A punto de despedirse, le anuncia que recibirá un ejemplar de La luna y las fogatas, la novela que le dedicó. Y pienso si el título de ese libro, que cuenta el regreso de Anguilla al pueblo de su infancia, no esconde en realidad un mensaje en clave para Constance: una luna como símbolo lorquiano y el fuego –también el de la pasión– que todo lo arrasa.

 

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En sus misivas, Pavese alterna sus declaraciones de amor o desamor con hechos cotidianos y con reflexiones más generales sobre las relaciones románticas. Algunas de ellas son contradictorias, como en el fondo lo somos todos. Y así, en la primera carta del volumen, destinada a E., se refiere a la necesidad de presencia física en el amor, que considera imprescindible: «En el amor son importantes el cuerpo y la sangre, cuenta la cercanía, la “vida”, y nosotros debemos distanciarnos, debemos obrar con juicio, razonar, mientras que la razón nada vale frente a la vida. Malgastas tu amor, E. Yo no sé si te amo si no estoy a tu lado, cerca».

Sin embargo, en una carta dirigida a Constance escrita dieciocho años más tarde, afirma que es «Mejor estar presente en espíritu que en carne».

Con independencia de que se puedan esgrimir razones como el transcurso del tiempo o la llegada a la madurez para justificar ese cambio, quién podría juzgar, en todo caso, ese sostener una cosa y la contraria, esa aparente incoherencia. Yo, desde luego, no me veo legitimada.

 

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En la presentación que precede a las cartas, Carlos Clavería menciona una acertadísima frase de Pavese que traté en vano de encontrar en las siguientes páginas: «El amor tiene la virtud de desnudar no a los amantes uno enfrente del otro, sino a cada uno de los amantes delante de sí mismo». Más que el amor, yo diría que es la pasión la que produce ese efecto: nos quita capas y capas de convención social, de razonamiento lógico y a veces incluso de sentido común hasta que podemos asomarnos para ver qué queda de nosotros por debajo de todo eso, lo que permanece después del incendio.

 

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Pavese no tuvo demasiada suerte en el amor, y no precisamente por falta de él: «Ha sido siempre amor equivocado, no ausencia de amor». Y yo me pregunto: ¿cuál es el equivocado? ¿El que no dura hasta el final? ¿Hasta el final de qué, de la vida o del propio amor?

Sea como fuere, a pesar de su carácter difícil, Cesare buscó lo mismo que todos nosotros: ser amado. Por desgracia, por mucho que nos afanemos, no siempre sale bien. Pero ante la adversidad, como diría el poeta: «Lucharemos todavía, lucharemos siempre».