«Los comienzos», de Antonio Moresco

La editorial Impedimenta publica Los comienzos, el primer volumen de la singular trilogía Juegos de la eternidad, escrita por uno de los autores italianos de culto.



Texto: Antonio Iturbe  Foto: Asís AYERBE

 

Los comienzos, el primer volumen de la trilogía Juegos de la eternidad que publica la editorial Impedimenta, viene con un pliego de instrucciones del propio autor. Una obra que no se ha atrevido a publicar Anagrama, que editó de Moresco un libro muy interesante y metafísico (y breve) titulado en castellano La lucecita, que también venía con una nota previa del autor donde se excusaba por no explicar el argumento. En el arranque del prospecto de Los comienzos nos dice, para que nadie se haga ideas equivocadas, que es una obra “pensada y escrita a lo largo de 35 años”.  Es decir, una obra de peso. Esto no es vino con gaseosa (no lo dice él, lo digo yo). Es vino envejecido en barrica.  Que no tiene por qué ser mejor que un vino joven fresco y ligero, simplemente es otra cosa. Se espesa en la boca, deja poso.

En la introducción a Los comienzos explica que “Lo escribí día tras día, a mano, en grandes hojas cuadriculadas, en la mesa de la cocina, cuando me quedaba solo en casa. Pero antes de empezarlo me pasé años imaginándolo, soñándolo, e iba con los bolsillos llenos de hojitas, de billetes usados y de pequeñas agendas en las que garabateaba imágenes y apuntes mientras deambulaba por las calles, de día y de noche, mientras iba en metro o estaba en el supermercado, o cuando me despertaba bruscamente del duermevela. Un sinfín de apuntes que luego copiaba otra vez en cuadernos. Los apilaba, volvía a cogerlos, los releía. Dejaba que se formasen movimientos internos, torbellinos y estructuras de manera intrínseca, vertical, en lugar de forzarlos según las convenciones narrativas, con acumulaciones horizontales, combinatorias y automáticas”.

Moresco escribe sin mapa, sin brújula. Llevado por la vara de zahorí de sus bolígrafos inyectando una letra menuda en sus libretas y papeles sueltos. Pertenece a la tribu dispersa de escritores que escriben en estado de trance: “nunca reescribí de cero ningún párrafo”. El resultado es una narración que obedece a su propia lógica interna, que no da todas las claves al lector, que ha de moverse entre la narración un poco a tientas, como en los sueños, o incluso en la propia vida, porque muchas en nuestro día a día solo conocemos parte de los acontecimientos a los que asistimos y no tenemos dentro de la cabeza un narrador omnisciente que nos vaya chivando el porqué de todo lo que pasa.

El protagonista se despierta en su cama del seminario, se viste pudorosamente bajo las sábanas, se asea y cumple con la rutina de rezos, comidas, asistencia a la misa y ratos de ocio. En realidad, él no habla, aunque tampoco está del todo seguro porque a los demás les parece que sí les responde. No sabemos qué pretende el hombre de las gafas que un día aparece merodeando los muros exteriores hasta que consigue ser admitido, apenas alguien explica que fue un antiguo seminarista que en el último momento no quiso ordenarse. Tampoco sabemos el porqué de algunas trifulcas de un preceptor al que llaman El Gato, ni sabemos qué clase de reglas imperan en el Ducale cuando abandona la rutina del seminario para una operación de fimosis. En ese microcosmos se va cruzando con la Melocotón y los variopintos personajes actúan de manera un tanto grotesca, entran y salen, como sucede en los sueños. El narrador regresa al seminario y ya no está el hombre de las gafas. Y muta, y habla, y ya no lleva alzacuello, pero reaparecerá alguno de los viejos conocidos del seminario como El Gato. Es una malla orgánica que va creciendo sobre sí misma donde no acertamos a entender todo lo que pasa, pero hay algo que nos magnetiza en esa incertidumbre y nos hace seguir leyendo. Hay que dale la razón al escritor italiano: sus libros no se pueden contar, solo se pueden leer o rechazar. No admite otras reglas que las suyas propias.