Acerca de la muerte de Robert Gottlieb y su voracidad
Ha fallecido uno de los editores más influyentes y controvertidos del último medio siglo, gran representante del oficio silencioso.
Texto: Pere SUREDA
¿Les suenan los nombres de estos escritores? Anthony Burgess, John le Carré, Toni Morrison, John Cheever, Joseph Heller, Doris Lessing, Michael Crichton, Jessica Mitford…si les suenan es que el editor en lengua original de sus novelas y sus ensayos hizo bien su trabajo.
Le pueden sumar a la lista V.S.Naipaul, Ray Bradbury, William Gaddis, Salman Rushdie, Roald Dahl, Bob Dylan, Bill Clinton y varios más que no mencionaré para no hacer aburrida esta nota. Todos ellos fueron publicados por un editor “legendario” que falleció ayer en Manhattan a los 92 años de edad.
Era un lector voraz. En 2018 yo era el editor de Navona y publiqué en España su libro de memorias, Lector Voraz. A sus 87 años le comentó al periodista Iker Seisdedos: “No creo que me retire, me parece que me va a retirar la vida antes”. Así lo transcribió Iker Seisdedos en un magnífico reportaje publicado en el periódico El País. Y así ha sido. Este lector apasionado ha muerto con el manuscrito puesto. Ese es también mi sueño pero el tiempo da y quita razones. Veremos. Las memorias que edité las prologó para la edición española el amigo y académico Javier Aparicio Maydeu con su proverbial generosidad. Aprovecho para darle las gracias públicamente.
Se trata de glosar la figura de un editor de editores, un señor que se atrevió con total tranquilidad a rechazar el manuscrito del –posteriormente- long-seller La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Y jamás se arrepintió.
Nacido en 1931 en el seno de una familia judía, creció en Manhattan y ya destacaba por su forma de ser. Quería superarlo todo. Ya apuntaba a una inteligencia y una energía de alto nivel, que luego confirmaría su brillante carrera al frente de las más prestigiosas casas editoriales estadounidenses. Tras graduarse en Cambridge se unió a Simon & Schuster, en 1955. E hizo el camino que deberían hacer todos los editores, empezó como asistente editorial, y pasados diez años, él mismo se convertiría en el editor jefe.
Más tarde, en 1968, se fue a Alfred A. Knopf ya como editor jefe, y permaneció en esa posición hasta 1992. Posteriormente, se unió, en un caso excepcional y nada frecuente, a la dirección de la revista New Yorker, para permanecer un lustro. Luego, regresaría a la edición de libros de papel en Knopf.
Tenía fama de ser muy respetuoso con la obra del escritor que estaba leyendo y editando. En general era más de conversar que de suprimir párrafos de sus obras. Él siempre se inclinaba ante las necesidades del autor, si su obra era de su agradado. En caso contrario, amablemente declinaba la publicación. Amable pero tajante.
Sabía que la obra siempre pertenece al autor y que si no te arrastra consigo, aburre. Y no le gustaba aburrir ya que su pasión era leer. Se le comparaba frecuentemente con Maxwell Perkins, otro editor de estirpe y también legendario editor de Faulkner y Hemingway, por citar dos ejemplos.
Del libro hay una frase que, como editor, siempre he repetido y que me parece una lección en sí misma: “Si tienes el papel en blanco y no sabes qué escribir, teclea.” Camino se hace al andar.
Recuerdo también que la entrevista de Iker Seisdedos terminaba con esta pregunta: ¿Hay ahora un escritor de la talla de Faulkner? La respuesta no puede ser más elocuente: “Déjeme que piense. No, me temo que no.”
Y yo me pregunto si quedan editores como Gottlieb, y después de pensar, debo responder que pocos, muy pocos.