81 autores cuentan sus manías y trucos para escribir
81 escritores, desde la venerable Ida Vitale hasta el jovenzuelo Mario Obrero, pasando por Luis Landero y Lorenzo Silva y Pilar Adón, le contaron a Álvaro Colomer los secretos de su oficio, y el resultado ha sido un gozoso cajón de sastre creativo: «Aprende a escribir» (Debate).
Texto: Milo Krmpotic Ilustración: Hallina Beltrâo
Hay engaños que invitan a exigir el libro de reclamaciones con expresión uniceja y los labios en posición de marejada, y los hay que te conducen a lugares inesperados y acaban ofreciendo sus frutos, un premio sin duda diferente al que se publicitaba en un primer momento pero quizá también mejor, o cuando menos la mar de disfrutable. El título de esta obra pertenece a la segunda categoría. Aprende a escribir puede ser (y de hecho es) muchas cosas, pero tiene poco y nada del manual con normas más o menos claras, más o menos concretas y más o menos ordenadas que sugieren el imperativo que preside su portada y el subtítulo de “Métodos, disciplinas y talentos de los grandes autores contemporáneos”. Los amigos del aprendizaje caligráfico, por repetición, difícilmente extraerán de sus páginas un conocimiento objetivo y cuantitativo de la labor escritora, pero es posible que ese saber pragmático puedan encontrarlo de manera tan inmediata como gratuita en Chat GPT o en la IA de turno que esté de moda en el momento en que vea la luz esta pieza.
Lo que vendría a representar esta colección de textos, aparecidos originalmente en una sección homónima de la revista digital Zenda entre octubre de 2020 y noviembre de 2023 (con el añadido de algunos inéditos resultantes de unas entrevistas que se realizaron durante el primer tercio de 2024), es una declaración de amor hacia la figura de quien escribe, hacia el Escritor con mayúscula, hacia quienes se han hecho un nombre entregándose a un oficio sin duda prosaico (muchas veces en sentido literal) para prestarle vuelos inesperados. No en vano, ya nos viene a decir Álvaro Colomer en la introducción que la magia es inefable, que nadie puede explicar el éxito (creativo o comercial) de unos títulos respecto a los demás, y por ello tiene todo el sentido del mundo que su aproximación se centre en el mago y sus costumbres y escenarios antes que en la búsqueda de un truco formulario que nadie ha sabido identificar hasta la fecha.
Los tiempos están cambiando. Es normal. Ha pasado muchas veces y seguirá pasando muchas veces más. Tras evocar a Camus y a Cortázar y el concepto barthesiano del “fantasma del escritor”, Colomer nos dice: “Los escritores causaban en aquel entonces admiración y propiciaban deseo de imitación, mientras que hoy son vistos, de alguna manera, como creadores de contenidos llamados a entretener las horas muertas de la población”. Además, constata que, tanto entre los lectores como entre los miembros del gremio, cada vez existe un mayor rechazo hacia la imagen romántica del creador y una mayor aceptación hacia el escritor funcionarial, con una jornada laboral tan larga como estipulada. Sea como fuere, lo que une a los representantes de esas tendencias es “la importancia de tener un método. No importa cuál, todos sirven”. Y, a partir de ahí, que Dios reparta suerte.
Fiel a su coartada, Aprende a escribir se divide en cuatro partes relacionadas con el proceso creativo que llega a buen puerto editorial (no en vano, el listado de entrevistados incluye a buena parte de la plana mayor de las letras hispanoamericanas de este primer cuarto del siglo XXI): la inspiración, la escritura, la corrección y la publicación. De la misma manera que Colomer incluye a un autor lusófono “por puro capricho”, la selección de ejemplos que sigue apunta antes a ciertas filias del firmante del artículo que a un ansia de generalización que en realidad obligaría a citar a casi todos los entrevistados. Y es que aquí, más que nunca, cada escritorcillo tiene su librillo.
La inspiración
La carrera de Javier Cercas es un ejemplo perfecto, por dual, de la diferenciación que realizó Miguel de Unamuno entre el escritor ovíparo y el escritor vivíparo. En la actualidad, Cercas pertenece a la primera categoría, la de quienes ponen una idea como si fuera un huevo y se dedican a empollarla durante el tiempo que haga falta antes de ofrecerle recorrido. En sus inicios, no obstante, cuando tenía más energía y no necesitaba invocarla saliendo a correr cada mañana (ni recuperarla pegándose una siesta cada tarde), Cercas era vivíparo: proyectaba la idea al mundo de inmediato, en arrebatos que luego debía reconducir con las preceptivas sesiones de reescritura. Rosa Ribas, por su parte, escribe siempre a mano, con un lápiz HB y en una libreta A5, y ese carácter manual y por tanto físico del acto encauza su proceso creativo.
La escritura
En el caso de Ricardo Menéndez Salmón, hay un antes y un después de El Sistema, la novela con la que obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 2016. Hasta entonces había escrito desde la urgencia creativa, pero también bajo la necesidad de que sus circunstancias personales se lo permitieran. La beca que le concedieron después del galardón para pasar un año escribiendo en Baviera, no obstante, le llevó a abrazar el método Graham Greene, consistente en escribir quinientas palabras al día, ni más ni menos, y escapar así a la desconexión con la historia que tenga entre manos cuando la vida se cruce en su camino. De manera paralela, Eduardo Halfon “solo” permanece dos o tres horas exprimiendo su creatividad ante la pantalla del ordenador pero, para hacerlo, necesita de una rutina previa consistente en despertarse, desayunar con la familia, volver a la cama, leer y echar una nueva cabezadita de diez o quince minutos. Algo más allá, Mariana Enríquez trabaja en su literatura durante cuatro horas, siempre por la mañana y sin permitirse la menor distracción, ni siquiera ir en busca de un vaso de agua.
La corrección
En el mejor de los casos, cuando Enrique Vila-Matas no cumple con su deber creativo durante una jornada, “se siente estúpido”; en el peor, “se odia a sí mismo”. Y ese compromiso obsesivo se traslada también a los encuentros con la tercera fase del proceso, en los que imprime cada folio para corregirlo a mano, introducir los cambios en el procesador de texto y volver a imprimir, en un retorno que quizá no sea eterno, pero sí ha llegado a ser centenario. Eduard Màrquez, por su parte, tuvo el valor de tirar a la basura un megaproyecto en el que había invertido ocho años (cuatro de estudio, cuatro de redacción) para rehacerlo desde cero. Y el resultado, concebido bajo el espíritu de riesgo que reclamó su amigo Enrique de Hériz en un momento en que el escritor cada vez pintaba (y ganaba) menos, fue el monumental 1969, su “novela salvaje”. Más cercana a Vila-Matas, para Elvira Navarro “escribir es reescribir”, y por ello dispone de un arsenal de trucos con los que escapar a la pesadez reiterativa de esa actividad, desde ir a sentarse a un banco de Alcobendas con el archivo de texto en el móvil hasta cambiar una y otra vez la tipografía y el cuerpo de letra del texto.
La publicación
El objetivo de Elia Barceló es “hacer felices a los lectores”, y está dispuesta a dejarse la piel (o por lo menos la espalda) en el empeño. La buena noticia es que, ahora que dispone de una mesa motorizada, puede reaccionar a sus dolores trabajando sentada o de pie, según lo que le pida el cuerpo. Eso sí, sin la menor queja, porque la de su público es también su propia felicidad. Rodrigo Fresán también sufre, pero en espíritu, de eso que los franceses llaman “l’esprit d’escalier”, la sensación de que a uno se le ocurren las respuestas más ingeniosas cuando ya es demasiado tarde para ofrecerlas, de ahí que alguna versión en bolsillo de sus libros haya llegado a contar con setenta páginas más que la original. Y qué decir de Gabi Martínez, “el escritor más austero de las letras españolas”, que se ducha siempre con agua fría y no pone nunca la calefacción, empeñado en surfear cualquier ola de frío con ánimo ahorrativo porque “no relaciona el trabajo con el sufrimiento, sino con el esfuerzo. Que no es lo mismo”.